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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Profundidad de las resistencias

La promesa, de Damon Galgut (y Los herederos, de Eve Fairbanks)


 


 

 

Tres décadas después de que se enterara de la última voluntad de Rachel, no puede evitar emocionarse. Ahora está todo más ruinoso que entonces, pero en Salome, al ver el papel, igual tiene cabida el agradecimiento y no hace caso de las objeciones de Lukas, su hijo, para quien no se trata de un acto de justicia, sino de un lavado de conciencia que no cambia en nada la suerte de él y su madre. Salome y Rachel habían sido muy cercanas y cuando esta enfermó, fue ella quien se ocupó de limpiarle el pus y el pis, la mierda y la sangre, de bañarla con agua caliente y un trapito durante los días que la habitó la enfermedad, que la dejó convertida en un resto humano de encías ennegrecidas, poco cabello y brazos ulcerados, en un cadáver que conmovió a la anciana voluntaria encargada de preparar a los fallecidos en la funeraria. “La conozco desde hace mucho, incluso desde antes de que fuera señora, cuando ella y yo éramos jóvenes, y en estos últimos días fuimos a veces una sola persona. Estoy segura de que Tú lo entiendes porque fuiste Tú quien le envió un sufrimiento tan grande para que yo pudiese cuidarla”, había rezado Salome para explicarse el deseo de Rachel y su propia dedicación. Estaba obligada a atenderla, pero igual lo hubiese hecho así no formara parte del orden natural de las cosas, de las cosas como eran por aquel tiempo, no en el presente, después de que todo se volviera de revés. Lukas es menos ingenuo y sabe que el pasado ha seguido fluyendo por debajo de la nueva apariencia, como un río subterráneo, pero la de Salome es una ilusión persistente o acaso mostrarse agradecida sea una variación del acendrado hábito de obedecer. Por eso no es displicente con Amor, la menor de la familia y la única viva entre los descendientes de Herman Albertus Swart, Manie, cuando le muestra el papel.

 

Rachel fue la primera en morir. Amor era una niña cuando la hermana de su padre, Marina, la buscó en el internado para darle la noticia y llevarla a casa. De poco hablar, todos la consideraban una criatura rara y un poco lerda, siempre tratada “como un borrón, una mancha en el borde de la visión ajena”, sobre todo después de que casi la matara un rayo. Cayó en la loma de la granja, donde aún se ven los restos del árbol calcinado por esa ira celestial que a ella solo le quemó los pies y le hizo perder un dedo pequeño, además de acentuarle ese aire ausente que tanto incomodaba a los demás. Fue Amor la que escuchó lo que su madre le hizo prometer a Manie antes de morir. Y sería ella la que tendría que recordárselo cada vez a los demás en los próximos años, se convirtió en una remembranza viva desde la noche anterior al funeral.

 

Manie, que hizo sufrir mucho a Rachel con sus andanzas de borracho ludópata y sus aventuras adúlteras, había sido tocado por el Espíritu Santo después de que Amor sobreviviera a la blancura mortal: “Sálvala. Sálvala, Señor, y seré tuyo para siempre”, rogó cuando bajaba de la loma con la niña en brazos. Ese ser indefenso era parte del plan divino de su conversión, la cual solo estaría completa cuando confesara sus faltas y pidiera perdón a Rachel. Pero ni la tranquilidad de su alma, ni la profundidad de su arrepentimiento, ni el fervor con que rezaba desde aquella tarde aciaga lograron que Rachel lo perdonara y él, por su parte, aunque ya caminaba por el valle de la luz, le cumpliera.  

 

“Jamás (…) ¡Jamás prometí nada!”, estalló Manie luego de caer en la provocación del díscolo de su hijo, enterado de la promesa por su hermana. “A mi madre la aterrorizaba morirse y no podía aceptar que estuviera sucediendo. Aun así, tenía muy claro lo que quería. Solo unas pocas cosas. Una de ellas recuperar su religión y ser enterrada con su propia familia. Lo dijo específicamente (…) No busco pelea, no quiero complicarlo, pero solo quiero decir una cosa. Que deberías hacer lo que ella quería”. Al día siguiente enterrarían a Rachel. Mientras, ahí estaban todos reunidos en la granja, Manie, Marina y su esposo —Ockie—, Anton, Astrid, Amor y el predicador Alwyn Simmers con su asistente. Salvo Amor, todos los sentados a la mesa masticaban un corderito asado y bebían vino o cerveza. No era una mala manera de olvidar la molestia que les causara el tener que haber aceptado que Rachel fuera enterrada como judía —la fe a la que decidió regresar después de tanto tiempo— en un lugar diferente a la granja, donde descansaban todos los antepasados de los Swart. Pero Anton, más animado por el viejo rencor a su padre y por las ganas de enfrentar a Simmers, un meapilas cegato que tenía embaucado a Manie para quedarse con parte de las tierras de la familia —estaba seguro de ello—, que por el bien de Salome, lo había estropeado todo con su insolencia. “Lo prometiste (…) Yo te oí”, remató Amor, cuyo interés sí era genuino. Suficiente. “¿Qué les pasa a todos?”, gritó Manie, para quien era ya bastante pagar por la educación de Lukas. Se levantó y con las piernas tiesas y bramando incoherencias se alejó por el jardín. “Ya lo has hecho llorar (…) ¿Estás contento?”, le espetó Marina a su sobrino.

 

La muerte de Rachel no fue lo único trazado en aquellas horas. Astrid había perdido la virginidad hacía poco con Dean de Wet, el chico que se ocupaba de los caballos, y el sexo fluía en ella como “un viento dorado”, tan fuerte y agradable, que seguirían haciéndolo con muchas ganas y nada de protección: “Me quedé embarazada y en vez de hacer lo sensato me escapé con Dean al juzgado y, bang, ahí tiré mi vida por la borda. ¡Igual que Ma!”, le confesaría años después a su hermana. Anton, que cumplía el servicio militar y justo antes de regresar por el deceso de su madre había matado a una mujer durante el control de un disturbio, decidió desertar y soñar con estudiar literatura inglesa en el extranjero y escribir una novela, logrando lo primero, nada de lo segundo e intentando hasta su última hora lo tercero. Amor, a quien Manie envió de vuelta al internado, se hizo vegetariana desde la víspera del entierro y supo que, apenas tuviera edad para ello, se alejaría para siempre de los Swart: cuando murió Pa, estaba en Londres.

 “Hui de todos ustedes con todas mis fuerzas, lo más lejos que pude, pero el pasado me ha arrastrado de vuelta con sus pequeñas garras”

Había una incongruencia en la muerte de Manie. No se explicaba que el condueño de un parque de reptiles y, por tanto, conocedor de lo peligroso que son las víboras, hubiera cometido la insensatez de recluirse en una jaula de cristal con varios de aquellos animales, convencido de que no lo morderían y rompería el récord mundial de más horas conviviendo con serpientes, que por lo que se sabe, además, son partidarias de estar solas.  Pero así había ocurrido y ahora los tres hijos heredaban las ingentes ganancias del sitio de atracciones, así como las reportadas por varias inversiones muy rentables del viejo Manie. Asimismo, los tres tendrían iguales derechos sobre la granja y su laberíntica casa, sin que la propiedad pudiera enajenarse, en todo o en partes, a menos que existiera un acuerdo unánime entre ellos. Todo esto se los explicó la abogada que redactó el testamento, quien también le advirtió a Anton que solo en su caso había una condición para que disfrutara de la herencia: debía disculparse con el predicador Simmers por la ofensa de la noche del corderito y el vino. Como si no fuera suficiente con ver su iglesia, fea y enorme, ocupando un espacio de la granja y saber que Manie había dispuesto que solo él oficiara su funeral. Además, Anton estaba convencido de que detrás de la locura cometida por su padre estaba la mano del predicador, pudiéndose hablar no de un accidente, sino de un asesinato… Sin embargo, el orgullo lleva con más rapidez a la pobreza que la genuflexión, de modo que Anton comprendió que, si quería borrar las preocupaciones materiales de la existencia para dedicarse a su novela, no tenía más opción que humillarse ante el reverendo Simmers.

 

En ese reencuentro, Amor sorprendió a todos con los cambios evidentes en su físico. Ya le habían dicho que era hermosa, pero ella no se lo creía, pues recordaba demasiado bien a la niña gorda y de piel grasienta que fue. “Pero esa niña se ha rendido a esta otra, que no parezco yo, pero soy yo. Al menos vivo en ella”, se dijo entonces, después de bañarse y vestirse en su vieja habitación, antes de bajar a la sala donde estaban muchas personas que, en principio, no reconoció. La más sorprendida fue Astrid: “¿Cómo ha salido así? No puede ser mi hermana, es una impostora, pero sé que no lo es”. Sintió como si Amor le hubiese robado su destino. Ese cuerpo, esa piel, ese pelo tendrían que ser los de ella, en lugar de esa gordura que la acosa y que no puede conjurar provocándose el vómito, como hacía de chica. Salome también había cambiado. Tenía más arrugas alrededor de la boca y los ojos, y en su cara Amor notó el endurecimiento de una expresión decepcionada. Se abrazaron con naturalidad, sin esfuerzo, y no se lo dijeron con palabras, pero ambas supieron que seguía incumplida la voluntad de Rachel.

 

Invariable, como el portón de la granja, el camino de grava y la cima de la loma, con su árbol negro retorcido, el último deseo de Ma permanecía en suspenso. Amor lo recordó luego de que la abogada les leyera el testamento. “Otra vez con esa vieja historia”, dijo Astrid. “Quedó zanjada hace mucho tiempo (…) No vamos a volver sobre lo mismo ahora”, intervino Marina. “¿Alguna mención a quién?”, le respondió la apoderada, quien releyó el documento pese a que ella misma lo había redactado. “Aquí no se menciona. No sé nada del tema”, concluyó.  “Hui de todos ustedes con todas mis fuerzas, lo más lejos que pude, pero el pasado me ha arrastrado de vuelta con sus pequeñas garras”, había pensado Amor al llegar a la granja y cuando se despidió de su hermano, en la terminal de autobuses, seguía sintiendo que no la soltaban, pese a que Anton, el único de los tres hermanos que se quedaría a vivir en la granja, le prometió que resolverían lo de Salome. Algo se les ocurriría.

 

Al cabo de otros años murió Astrid. Se había separado de Dean de Wet para convertir su aventura con el hombre que les instaló los sistemas de seguridad en la casa en su segundo matrimonio. Y quién sabe si habría habido terceras nupcias, porque Astrid estaba liada con un renombrado político, amigo de su esposo, cuando la mataron para robarle el carro, lo que tenía algo de ironía del destino, pues su consorte era el dueño de una de las empresas más reputadas del país en materia de seguridad. A pesar de todo el “viento dorado”, que por lo visto continuó soplando con fuerza desde que lo desatara Dean de Wet, Astrid nunca se había imaginado que estaría con alguien de la clase del político. Era impensable algo así cuando era la adolescente que vomitaba todo lo que comía para mantenerse delgada y hermosa. Pero las cosas cambiaron mucho en el país y los del tipo de su amante no se andaban con remilgos por la edad ni por el estado de un cuerpo bastante trajinado. Menos todavía por el color de la piel.

 

Así que ahí estaba de nuevo Amor, de regreso en la granja para otro funeral. Su llegada fue una versión inversa de la última partida: Anton la esperaba en el aeropuerto. La reconoció cuando la tuvo casi delante: el cabello más corto, algunas canas en los lados. “Ya no es tan joven. Ninguno de nosotros lo es. El mecanismo que regula la intensidad de la luz pierde efecto poco a poco”, pensó Anton, quien tenía entradas más pronunciadas, arrugas oscuras cerca de los ojos y un cansancio profundo, según notó Amor. No se tocaron, se limitaron a saludarse de palabra y a mirarse a través del vacío que dejó Astrid, quien era una suerte de pegamento para los tres. En el trayecto hacia la granja llenaron el silencio con el tema de los intereses comunes. La abogada, le informó Anton, había tratado de localizarla todo este tiempo porque no tenía el número de la cuenta para depositarle, mes a mes, lo que le correspondía de la herencia; mientras, lo había hecho en una cuenta provisional. Ya que estaba en ello, Anton aprovechó para decirle que tal vez necesitara vender algunos campos, una pequeña parte de la granja. “Tengo que pagar unas facturas muy altas, los precios y los impuestos no paran de subir, los gastos de mantenimiento son una pesadilla… Pero ahora mismo no es importante, podemos comentarlo después”. También le habló de su novela inconclusa.

 

Para Amor lo de la cuenta era secundario. Y si alguna sospecha sobre las finanzas familiares debió levantarse en ella cuando llegaron a la granja y se percató de que a la fachada le hacía falta una mano de pintura y los macizos de flores, tan cuidados por Ma, estaban abandonados, tampoco era algo que le preocupara. Dentro de la casa observó grietas y pequeños hundimientos, a una mesa le faltaba una pata y al vidrio de una ventana lo había sustituido el papel periódico: todo era sucio y ligeramente deteriorado, pero ella quería hablar de Salome —quien ya rondaba los sesenta años y arrastraba los pies— y fue lo que hizo. “Otra vez con eso”, le dijo Anton, asombrado. “Sí. Otra vez con eso”, le respondió. “Mi intención era arreglarlo. De veras. Pero… No sé, la vida me ha ido llevando”. Amor no se quedaría mucho tiempo y era poco probable que en ese momento alcanzaran a cumplir la última voluntad de Rachel. “Podemos cerrarlo todo a distancia”, le sugirió Anton. Sin embargo, el asunto continuaría como una herida abierta: su hermano condicionó su solución a que Amor consintiera la venta de los terrenos. Dijo que no y ya no tendrían otra oportunidad de discutirlo, porque la próxima noticia que ella sabría de Anton sería que se voló los sesos con la escopeta de Pa.

 “Amor echa un vistazo, se fija en el yeso resquebrajado. En los suelos rotos de cemento. En las ventanas sin cristales. Por esto. Por esto mi familia resistió”

No le iban bien las cosas a su hermano. Se había casado con el amor de su infancia, Desirée, pero no fue la felicidad que esperaba, la ilusión se había diluido casi tan rápido como su herencia, perdida en juegos y borracheras y en las cirugías estéticas anuales de su esposa. Debía un montón de intereses por un préstamo bancario, las inversiones de Pa ya no rendían lo suficiente y Bruce Geldenhuys, el socio de Manie en el parque de reptiles, se había largado a Malasia. Anton se decía que era solo una mala racha, hasta que se convenció de que era todo su futuro. Tenía cincuenta años y había desperdiciado su vida: ya nunca haría las cosas que de joven se propuso: estudiar los clásicos en una universidad famosa, aprender una lengua extranjera, viajar por el mundo, casarse con una mujer a la que amara. Ni siquiera terminar su novela: pasaron veinte años sin que la empezara de verdad.

 

Sin Astrid, costó muchísimo localizar a Amor. Desirée no tenía idea de dónde estaba su cuñada, esa mujer extraña. Al fin, en las afueras de la capilla donde velaban a Anton, fue Salome quien la llamó: siempre tuvo su número, pero nadie se lo preguntó y a ella nunca se le pasó por la cabeza que no le hubieran avisado. Anton dejó dispuesto que no quería ningún alboroto por su muerte, así que tras la ceremonia fúnebre no hubo reunión en la granja. Cuando Desirée y su madre regresaron de la capilla, llamaron a Amor, quien les agradeció que se hubiesen encargado de todo y les prometió que se mantendría en contacto. No les dio la impresión de que cumpliría, pero en la otra punta del país, en el pequeño apartamento donde vivía, un único pensamiento destelló en la mente de Amor: “Debo volver”.

 

Cherise Coutts-Smith, la abogada que se había estado ocupando de los asuntos legales de los Swart, como antes lo hiciera su padre, le comunicó a Desirée que Anton le dejó todo, aunque lo exacto sería decir que lo hizo sin dejarle nada: las pólizas de vida quedaron sin efecto porque se suicidó, le debía dinero a mucha gente. “Llevará tiempo aclararlo, pero podrías llegar a heredar, bueno, un enorme agujero negro de deudas”, le advirtió. “Yo (…) vendería la granja y reduciría pérdidas (…) Pero no podrás hacer eso ni ninguna otra cosa sin la otra hermana. Ahora son socias paritarias”.

 

Socia de un fantasma, ha pensado Desirée, pero al cabo de un mes Amor la ha llamado y ahí está, materializada otra vez, porque la propuesta que pensó prefiere comentarla en persona, a ella y a Cherise Coutts-Smith: renuncia a la granja y a todo lo demás en lo que es socia de su cuñada a cambio de que se cumpla lo dispuesto por Rachel. A la abogada le parece una locura, pero después de asegurarse que no es tal y de que nadie la está coaccionando para ir en contra de sus intereses, está de acuerdo. Aunque no sin advertirle que Anton enfrentaba una demanda que podría afectar a Salome: “De modo que este regalo puede que resulte un cáliz envenenado”. En cuanto al dinero que no han podido depositarle, Amor se compromete a darle un número de cuenta mañana mismo. Y mañana es cuando Amor entrega el papel a Salome.

 

Amor tenía trece años cuando murió Ma y veintidós cuando Pa fue mordido por una víbora; treinta y uno cuando mataron a Astrid y cuarenta y cinco ahora, cuando ha muerto Anton y ella está con Salome en su casa: “Amor echa un vistazo, se fija en el yeso resquebrajado. En los suelos rotos de cemento. En las ventanas sin cristales. Por esto. Por esto mi familia resistió”. ¿Costaba tanto que la casa Lombard fuera de Salome, como había deseado Ma? ¿Acaso Sudáfrica no era otro país, un arcoíris donde se reconocía la diversidad de su población e idiomas, desde la abolición del apartheid hacía treinta años?

 

La promesa (2022), del sudafricano Damon Galgut, es un recordatorio de que la discriminación basada en el origen étnico ha persistido tras la abolición oficial del apartheid. En el informe básico sobre Sudáfrica de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, de 2014, leo: “Las profundas desigualdades económicas y sociales determinadas por la raza siguen formando parte de la vida sudafricana, ya que la mayor parte del territorio nacional permanece en manos de los beneficiarios blancos de la Ley de Tierras, núm. 27 de 1913. Todos los demás indicadores socioeconómicos, en particular el control de la economía y la distribución de los ingresos, el acceso al empleo y a las demás oportunidades de la vida, siguen estando definidos por la raza o por lo menos están influidos por la dinámica relacionada con la raza. Durante el período posterior al apartheid el desempleo en Sudáfrica fue extremadamente elevado. Si bien muchas personas negras han logrado un ascenso social a la clase media o alta, la tasa de desempleo general entre las personas de raza negra es más elevada que la de las personas de raza blanca, aunque la pobreza de la población blanca, que anteriormente era muy ocasional, se ha incrementado notablemente.

 

(…)

 

”Aunque las desigualdades raciales y económicas sigue siendo una realidad en Sudáfrica, se aprecia un progreso significativo en la promoción de los derechos económicos y sociales de la vasta mayoría de la población africana que sufrió bajo el régimen de apartheid. Desde 1994, el programa de vivienda entregó 2,8 millones de viviendas, la tasa de escolarización está aumentando, y en 2009 más del 98% de los niños estaban matriculados en las escuelas. (…) El Gobierno ha creado el seguro médico nacional con el objetivo de garantizar el acceso universal a los servicios de salud. El acceso a la electricidad se ha hecho extensivo a muchos hogares, tanto en zonas rurales como urbanas. La seguridad social se ha hecho extensiva a muchas personas y familias. El Gobierno está formulando estrategias para combatir la pobreza y el desempleo. La redistribución de la tierra sigue siendo un reto enorme, pese a los avances realizados por el Gobierno en este sentido. En 2010, el 98% de la población tuvo acceso al agua limpia y al agua potable, y el acceso al saneamiento disminuyó del 52% al 21%”.

 

Una realidad de luces y sombras que también encuentro en un despacho de la BBC de 2019, titulado “7 gráficos que muestran cómo cambió Sudáfrica 25 años después del final del apartheid”.

 “Mi hermana siempre hizo buenas migas con las clases marginadas. No, en realidad no.  En la cabeza no tiene un solo pensamiento político. Pero le atraen las víctimas, cuanto más débiles, mejor, siente que debe compensar todos los errores históricos”

Pero Galgut se ocupa menos de las desigualdades socioeconómicas que de las resistencias mentales y los dilemas morales de la minoría blanca tras el fin legal del apartheid. Los Swart son una familia afrikáner, con todos los privilegios sociales y económicos asociados a esa condición y todo el peso de una tradición de supremacía sobre la población negra que determina su comportamiento social y se remonta a 1652, cuando Jan van Riebeck, en nombre de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, estableció un puesto de aprovisionamiento en el Cabo de Buena Esperanza:

 

En algún momento de las horas que siguen a la muerte de Rachel, Ockie y Pa están viendo noticias en la televisión. Ha explotado una bomba lapa en Johannesburgo y los militares se encuentran desplegados en los distritos segregados: “De vez en cuando Pa se viene abajo y solloza un rato, como si la situación de Sudáfrica lo conmoviera. Ockie se limita a dar sorbos y a sonreír”.

 

Cuando Anton regresa para asistir a las exequias de Ma, lo busca Lexington, cuya madre vive en Soweto y cuyo padre trabaja en la mina de Cullinan: “Vidas impenetrables. El propio Lexington es un jeroglífico, con su gorra y su chaqueta de chófer. Tiene que llevarlas, dice Pa, para que la policía vea que no es un sinvergüenza, que es mi chófer. Y por el mismo motivo Anton debe viajar en el asiento de atrás, para que las divisiones sean evidentes”. Para ir a la granja, deben tomar el camino más largo porque es el más tranquilo, pero Anton se empeña en el trayecto corto y “no es ingrávida la piedra que de repente le llega, lanzada por la mano de un hombre que se asoma a la escena, los ojos inyectados de sangre clavados únicamente en mí”. Pa le reclama ese despropósito cuando lo ve llegar ensangrentado: “Pensé que sería más seguro, dice Anton, ríe otra vez. Pero incluso aquí los nativos inquietos luchan contra sus opresores”. Y ríe con más fuerza tras escuchar a Ockie: “Hombre, por favor, no digas estupideces”.

 

Horas antes de la cena con corderito y vino, Anton reposa en la cama con Desirée y le cuenta que Amor le ha dicho a Salome lo de la promesa que hizo Pa a Rachel: “No permitas que le dé una casa a la criada, dice Desirée, indignada. La va a romper”. Anton quisiera odiar al padre de Desirée, ministro del gobierno, “una persona física y moralmente repugnante, con las manos manchadas de sangre inocente”, pero siente fascinación por los símbolos del poder que ve en casa de ella, como “los bustos y óleos de delincuentes coloniales de una historia sumamente selectiva”.

 

“Ag, no seas tonta”, le responde Marina a Salome cuando le pregunta por qué no puede asistir al funeral de Rachel. Sí lo hará al de Astrid, pero claro, Sudáfrica ya ha cambiado: “¡Fíjate si hemos llegado lejos en este país que la niñera negra se sienta con la familia! (…) ¡Y la cosa no acaba ahí, no es la única persona negra presente en la iglesia! Si miras hacia allá, pero no ahora, verás a ese conocido político (…) Tiene negocios con el marido de Astrid…”.

 

Astrid es una persona temerosa y el tiempo no ha aliviado sus miedos. “Cuando los negros se apoderaron del país creyó que le iba a dar algo, la gente almacenó alimentos y compró armas, fue como si hubiese llegado el fin. Y después no pasó nada y todos siguieron con la misma vida de antes, aunque más agradable porque hubo perdón y se terminó el boicot (internacional)”, dice el narrador.

 

Por su parte, a Desirée a veces es Sudáfrica lo que la decepciona: “¿Quién habría podido prever que su padre, al que todos respetaban y temían, tendría que comparecer ante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación y reconocer que había hecho esas cosas horribles y necesarias? En su opinión el problema de este país es que algunas personas son incapaces de dejar de lado el pasado”.

 

“El centro de la ciudad nunca ha tenido este aspecto, tanta gente negra paseando despreocupada, como si este fuera su sitio. ¡Casi parece una ciudad africana!”, se sorprende Amor cuando regresa al país para el entierro de Pa. 

 

“Mi hermana siempre hizo buenas migas con las clases marginadas. No, en realidad no.  En la cabeza no tiene un solo pensamiento político. Pero le atraen las víctimas, cuanto más débiles, mejor, siente que debe compensar todos los errores históricos”, piensa Anton de Amor, quien no ha hecho más que expiar la culpa que le atañe por blanca trabajando en hospitales y empeñándose en que la casa Lombard perteneciera a Salome.

 

“El apartheid ha caído, ahora morimos uno al lado del otro, en íntima proximidad. Solo nos queda por resolver lo de vivir juntos”, se dice Anton cuando visita a su padre en la unidad de cuidados intensivos: en la cama de al lado yace un negro vendado como una momia.

“Con todo, aquella insistencia en lo milagroso se topaba con la realidad diaria de Malaika de una manera que le resultaba desconcertante. Por lo que su madre y su abuela contaban de sus vidas durante el apartheid, no parecían tan diferentes de la suya. Como no podía comprarse un paraguas, muchas veces se mojaba camino del colegio. Y con frecuencia tenía hambre, mucha hambre” 

La última ley que sustentaba la segregación racial —la Ley de Registro de la Población, de 1950, que dividía a los sudafricanos en cuatro grandes grupos: blancos, negros, mestizos e indios— fue derogada en 1991 y al año siguiente la minoría blanca del país ratificó en un referendo el plan de reformas para democratizar el país y poner fin al “desarrollo separado” vigente desde mediados del siglo XX. “El 68,7% de los electores superó la aprensión que el cambio produce a los blancos surafricanos y votó sí, muy por encima de lo esperado, frente a un 31,3% nostálgico del viejo orden. La participación electoral llegó hasta el 85,7% en señal de que los blancos deseaban responder a su cita con la historia”, escribió el enviado especial del diario El País. Un año antes había sido liberado Nelson Mandela —líder del Congreso Nacional Africano, la organización política antiapartheid más importante, condenado a cadena perpetua en 1964 bajo los cargos de conspiración y sabotaje— y tres años después lo elegirían presidente de Sudáfrica, en los primeros comicios donde la mayoría negra pudo votar.

 

Transcurridas tres décadas, un aumento de la mirada de Galgut sobre la mentalidad de los blancos —y de los negros— luego del desmantelamiento del apartheid se encuentra en Los herederos. Un retrato íntimo de Sudáfrica en tres vidas (2023), de la estadounidense Eve Fairbanks, quien en su libro recorre cincuenta años de la historia del país a partir de los arcos vitales de Dipuo, activista antiapartheid; su hija Malaika, nacida en 1992, y Christo, reclutado en los tiempos agónicos del sistema de segregación racial para luchar por su permanencia.

 

Cuenta Fairbanks la reacción de un amigo blanco cuando hablaron de que ahora había negros llenos de lujo y conduciendo vehículos de alta gama: “Sé que suena tonto e ingenuo —admitía—. Pero me decepcionó amargamente que los negros empezaran a comprarse sus BMW. Esperaba que serían mejores que nosotros”. A él lo desagradaron siempre el consumismo de los blancos, su materialismo y el orgullo por sus casas, ni que decir de su oposición al apartheid, mientras sentía un respeto casi reverencial por los negros y admiraba todo el arte y la música que habían creado durante las más duras condiciones de la segregación. “Cuando decía: ‘Esperaba que serían mejores que nosotros’, mi amigo quería decir que esperaba que mantuvieran las cualidades que habían exhibido bajo la opresión y las transformaran en liderazgo. Esperaba que fueran a la vez completamente diferentes de los líderes blancos y prudentes, económicamente responsables y no demasiado revolucionarios”.

 

Por su parte, el periodista Chris Louw, quien después del apartheid se había mudado a una localidad afrikáner en las afueras de Pretoria, donde los residentes blancos formaron una vigilancia vecinal, mantenían sus radios encendidas las 24 horas y constituyeron pelotones de rastreadores para seguir a peatones negros desconocidos, le decía a su mujer que la vida sudafricana seguía siendo una guerra a gran escala. Años después lo encontraron muerto en su finca: se había suicidado. A Fairbanks su historia se la contó un conocido. “Ahora no soy más que un viejo pecador, manchado con la grasa de las armas (y) la sangre de niños negros. Soy demasiado inocente para suplicar perdón (pero) soy demasiado culpable para lavarme las manos”, escribió Louw en una carta abierta donde hacía referencia, de forma indirecta, a la violencia que le habían obligado a ejercer cuando fue soldado. De acuerdo con el allegado de la escritora, la angustia de Louw se debía tanto al miedo de ser atacado como al deseo de serlo: “Louw quería que la culpa se la borrara un hombre negro que derramara su sangre. Como la espera le resultaba agónica, se lo hizo él mismo”.

 

Entretanto, a Christo lo desvelaban sueños sobre la vida que había tenido en el ejército. Añoraba la disciplina, el vínculo, la idea de gloria en Angola, a donde nunca pudo ir. ¿Cómo podía echar de menos algo que había sido tan malo? Cada vez dormía menos y se peleaba más en el campus, sin poder concentrarse en los estudios. Unas veces lo hacía porque oía que un negro había intentado robar la bicicleta a un blanco, pero en otras ocasiones no había ninguna razón para caerles a puñetazos. “Christo regresaba a su residencia tras una pelea y se preguntaba: ‘¿Por qué lo he hecho?’. Pero entonces se planteaba por qué tenía que ser él el que iniciara las peleas. Aquello, en realidad, le causaba cierto resentimiento: ‘¿Cómo te atreves a fingir que ya no me odias? —pensaba—. ¿Cómo te atreves a levantar un espejo de generosidad que me devuelve el reflejo de un hombre que es peor que tú?’. Cada vez que un negro evitaba pelear con él, se enfurecía aún más”. Lo sentía como una sutil degradación, como si los negros le estuvieran diciendo con su pasividad que eran mejores que él y siempre estaría en deuda con ellos.

 

Fairbanks relata también que conoció a un músico de jazz que hacía giras internacionales y, en los años noventa, había demolido su casa en Soweto para reconstruirla desde cero. Lo particular era que la nueva vivienda tendría catorce baños, ¿sabía ella cuánto costaban catorce baños europeos importados? La construcción lo estaba matando. No es que hubiera previsto que tantas personas fueran a necesitar cagar al mismo tiempo, sino que en sus viajes había visitado mansiones italianas y quedó impresionado por el brillo de las griferías, las baldosas y los decorados de esos espacios. Así que llegó a la conclusión de que unos baños hermosos eran la prueba fehaciente de que se había triunfado. “Cuando se lo conté a Dipuo, me dijo que aquello podía ser una metáfora del nuevo gobierno del ANC, que dejaba de concentrarse en la redistribución y la justicia a favor de diseñar hermosos cuartos de baño, de reproducir el brillo aparente de los denominados países del primer mundo. El gobierno remodeló el aeropuerto de Johannesburgo para que fuera ‘de categoría mundial’, mientras algunas zonas de Soweto seguían teniendo las alcantarillas al aire libre”.

 

El “milagro sudafricano”. Así llamaba la gente a la transición democrática y Malaika recordaba que en la escuela un maestro golpeaba con una vara de madera al alumno que no supiera cuántos años había estado preso Mandela. Les enseñaban cuatro cosas: religión, matemáticas, lectura y Mandela. “Con todo, aquella insistencia en lo milagroso se topaba con la realidad diaria de Malaika de una manera que le resultaba desconcertante. Por lo que su madre y su abuela contaban de sus vidas durante el apartheid, no parecían tan diferentes de la suya. Como no podía comprarse un paraguas, muchas veces se mojaba camino del colegio. Y con frecuencia tenía hambre, mucha hambre”.

 

En el informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos se recuerda que el Partido Nacional estableció oficialmente el apartheid en 1948 y que la primera legislación para sustentar la segregación racial fue la ley derogada en 1991. “Las nuevas leyes clasificaban a los habitantes en grupos raciales (‘negros’, ‘blancos’, ‘mestizos’ e ‘indios’), y las zonas residenciales estaban segregadas, en ocasiones mediante expulsiones forzosas. Se retiró la ciudadanía a los negros, que legalmente pasaron a ser ciudadanos de uno de los diez territorios patrios autónomos de base tribal denominados Bantustanes, cuatro de los cuales se convirtieron nominalmente en estados independientes. El Gobierno segregó la educación, la atención médica y otros servicios públicos, y prestó a las personas negras servicios inferiores a los de las blancas. Los ‘mestizos’ y los ‘indios’ también sufrieron discriminación, quedaron excluidos del derecho de voto y fueron marginados”.

 

Para justificar el apartheid se emplearon varios argumentos, pero ninguno tan cínico como el que esgrimía Hendrik Verwoerd, quien se revolvería en su tumba si viera a Pa yaciendo al lado de un negro en el hospital que, por cierto, llevaba su nombre.  Verwoerd, designado primer ministro en 1958 y asesinado en el ejercicio del cargo en 1966, argumentaba que los negros tenían una cultura diferente y que cuanto más se entremezclaran los blancos con los negros, estos serían más infelices. “Oír decir a los blancos que vivir en los barrios o en los bantustanes era lo que los negros querían en realidad era algo que empezaba a indignar enormemente a Dipuo”. La de Verwoerd era una razón solo comparable a la dicha por algún responsable estadounidense tras el despojo territorial de México en el siglo XIX: para este país la pérdida era beneficiosa porque ahora su capital estaba más centrada en el territorio nacional…

 

“Resulta que, quizá, hemos intentado saltarnos demasiados pasos en la lucha de las increíbles alteraciones psicológicas que conlleva asumir una historia difícil. Y, al negar el efecto que el pasado sigue ejerciendo sobre el presente, es posible que hayamos hecho de su influencia algo más amenazador”, advierte Fairbanks, quien nació en una familia conservadora del sur de Estados Unidos y, por tanto, sus palabras no solo se refieren a Sudáfrica, sino también a su propio país.

 

 

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