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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Propósitos desnudos

Mr Gwyn y Esta historia, de Alessandro Baricco

 
 

Jasper Gwyn tiene 40 años, doce de los cuales han sido los fulgurantes de un escritor exitoso. Pero un día lo asalta con total claridad la falta de sentido de su oficio. Entonces, escribe un artículo para The Guardian con una lista de 52 cosas que no quiere volver a hacer, la última de las cuales es escribir libros.


Pero Gwyn no es Robert Walser ni J.D. Salinger, radicales en su decisión de no escribir más o, con más precisión, definitivos en su determinación de no escribir más con fines de publicar. Al poco tiempo de su retiro, empieza a sentir nostalgia por su oficio y comprende que no es la escritura en sí misma lo que desea abandonar, su inconformidad es más bien con el universo de egos combatientes y las exigencias del marketing presentes en el mundillo literario: le molesta el ruido que rodea al “cotidiano cuidado con el que poner en orden pensamientos en la forma de una rectilínea frase”. De manera que comienza a imaginarse como simple copista; al principio no sabe siquiera qué copiará, pero una conversación casual con una desconocida en una lavandería le ofrece la clave: podría ser copista de la gente.


Sin embargo, tener conciencia de un deseo no se equipara a saber; es decir, aún es necesario transformar la identificación de nuestro deseo en el saber de lo que perseguimos y cómo alcanzarlo: en fin, a Gwyn le lleva todavía un tiempo precisar en qué consiste “escribir retratos” y cómo hacerlo. Esto es lo que le explica a Rebecca, asistente de su agente literario y primera en ser retratada: “Lo que querría es que viniera usted allí (a su estudio: una habitación enorme, con una cama y dos butacas, piso de madera y paredes manchadas), cuatro horas al día, durante unos treinta días, de las cuatro de la tarde a las ocho de la noche. Sin saltarse nunca un día, ni siquiera los domingos. Me gustaría que llegara puntual y que, pasara lo que pasara, permaneciera allí durante cuatro horas posando, que para mí significa, simplemente, dejarse mirar. No tendrá que permanecer en una postura elegida por mí, sino solo estar en esa habitación, donde le venga en gana, caminando o quedándose echada, sentándose donde le parezca. No tendrá nunca que contestar a preguntas ni que hablar, ni tampoco voy a pedirle que haga nunca nada en particular”. Y agrega: “Me gustaría que posara usted desnuda, porque creo que se trata de una condición inevitable para el éxito del retrato”, tanto como no importar “lo que yo esté haciendo (...) actúe usted como si estuviera sola, allí dentro, durante todo el tiempo”.


El intento con Rebecca es exitoso e igual ocurre en lo sucesivo con los otros modelos. Pero un día, por la indiscreción de una joven rebelde, con la que al parecer el escritor ha roto su regla de la “intimidad distante” mientras la retrataba, todo pierde sentido otra vez: aparece la noticia de esta singular experiencia en un tabloide y poco después en The Guardian, donde mencionan al autor. Cuatro años después de aquel final, Rebecca leerá su retrato en el libro de una autora que alguna vez le comentó a Gwyn y comenzará a atar cabos hasta comprender cuál era el propósito del escritor.


Para decirlo de alguna manera, el protagonista de Mr Gwyn encontró la mónada leibniziana (el principio básico que constituye todo cuando existe, el elemento fundacional) de su pasión de escribir. En hallarla tardó, al menos, los 12 años de su carrera literaria más dos años, tres meses y doce días sumados desde que publicara su despedida en el diario. En cambio, el personaje principal de Esta historia tuvo la epifanía de lo que más deseaba hacer en la vida (para qué había nacido) cuando apenas contaba cinco años de edad y su padre lo llevó a presenciar una carrera de automóviles a comienzos del pasado siglo.


A Ultimo Parri no lo cautivaron los bólidos que al fin aparecieron envueltos en nubes de polvo, sino la carretera misma, que atrapaba todo ese movimiento violento hecho de metal, olor a gasolina e intrépidos conductores y lo convertía a su propia inmovilidad, “regla contra el caos, orden impuesto al azar, cauce para el agua, número para contar el infinito”. Desde ese momento, aquel niño viviría solamente para alcanzar una meta: poseer el espacio y ordenarlo. Tratándose de carreteras, el orden perfecto tendría forma de pista y la de él reflejaría su propia vida, pues todo camino es circular y no lleva a ninguna parte sino al interior de uno mismo.


“Me dijo que la gente vive años y años, pero que en realidad es solo en una pequeña parte de esos años cuando vive de verdad, y esto es en los años en que consigue hacer aquello para lo que nació. Entonces, en ese momento es feliz, el resto del tiempo es tiempo que se pasa esperando o recordando (...) No está triste la gente que espera, ni tampoco la que recuerda. Simplemente, está lejos”, recordó Elizaveta, la chica rusa con la que un Ultimo adulto vendió pianos en Estados Unidos durante una temporada.


Ultimo ciertamente estuvo lejos muchos años, alrededor de cuatro décadas, antes de poder lograr lo que daría todo el sentido a su vida. Mientras, compartió con su generación ese estar lejos, que no lo era en un sentido geográfico, aunque también fue así en su caso, sino como una distancia íntima e incomunicable de sí mismo, esa sensación de soledad, anonimato y pesimismo que impregnó los años finales del XIX y las primeras décadas del XX; cuando todo parecía haber perdido vigencia (el naturalismo, el positivismo, la fe en el progreso, la razón, la ciencia...); cuando la vida lucía como pura imposibilidad y contradicción, en medio del capitalismo pujante y eficiente. En suma, el sentimiento del hombre-masa.


En Esta historia hay un capítulo titulado “Memorial de Caporetto” y no es casual que el escritor le dedique unas páginas a un episodio de la Primera Guerra Mundial, porque si el malestar de la modernidad se manifestó con vigor en el pensamiento y las artes, también fue puesto de relieve, trágicamente, por la carnicería de 1914-1918.


Ultimo se alistó, como muchos de los jóvenes de su época, y le tocó participar en la batalla de Caporetto, que en verdad tuvo más de desbandada del ejército italiano que de real enfrentamiento contra alemanes y austríacos. “Todos habían respondido, instintivamente, a una precisa voluntad de escaparse de la anemia de su juventud —querían que se les devolviera la mejor parte de sí mismos. Estaban convencidos de que existía, pero que era prisionera de tiempos sin poesía. Tiempos de comerciantes, de capitalismo, de burocracia (...) Sentados perezosamente en el café veían pasar los días sin más obligación que la de ser disciplinadas máquinas entre las nuevas máquinas, con miras a un común progreso económico y civil. Por eso hoy en día nosotros podemos mirar incrédulos las fotos de esos hombres que se levantan de la mesa y (...) van corriendo hasta la oficina de reclutamiento, sonriendo al objetivo, con el cigarrillo entre los labios, y en las manos, agitándola, la primera página de periódicos que anunciaban la guerra”.


De la desastrosa derrota de Caporetto se contaron alrededor de 300.000 prisioneros y unos 50.000 muertos italianos. Ultimo Parri no estuvo entre ellos. Viviría lo suficiente para realizar su propósito y para, sin saberlo, hacer el amor fugazmente con la mujer más hermosa del mundo: la que había visto apenas un instante, cuando contaba 15 años, justo antes de que se apagaran las luces del cine de su pueblo.


En el caso de Jasper Gwyn no se sabe casi nada después de que cerrara su estudio. Se puede inferir que continuó escribiendo, aunque no para volver a ser autor de libros que recibieran buenas críticas y que le hicieran un lugar en el panorama literario, sino para ser fiel a “la pureza de lo que andaba buscando”, que era escribir aquello que permitiera a cada lector particular descubrir la historia que cada uno de ellos es.


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