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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Representar lo invisible

Una historia de la luz, de Jan Nemec


 


 

“¿En la mina de ese lápiz está ya todo lo que se dibujará en el futuro? ¿Basta con colocarlo sobre el papel en el momento preciso?”. Son las dudas que le rodean apenas ha sacado punta al Koh-i-noor, blanco, con una borra en un extremo, que le ha regalado su padre hace un momento. Pero no tiene tiempo de detenerse en ellas porque hasta la tienda familiar de ultramarinos ha llegado un bombero en busca de vendas, algodón, yodo, vinagre: varios pozos de la mina de plata que sustenta al pueblo están ardiendo, un laberinto de cuatrocientos kilómetros de galerías y pasillos inundado de fuego y gases venenosos. En la emergencia, a él le toca llevar botellas de aguardiente para los socorristas, quienes se las empinan en largos tragos con los ojos cerrados mientras reúnen el ánimo para, por propia voluntad, descender al infierno.


“Tú sabes que todo el mundo tiene el alma que le ha dado Dios (…) Y algunas personas afirman que en el alma del hombre está guardado todo lo importante que se va a encontrar después en la vida. Está ahí incluso antes de que suceda, ¿entiendes? Y me parece que tu pregunta implica algo similar”, le responde su padre a la mañana siguiente, cuando le hace saber durante el desayuno la inquietud despertada por el regalo. No tiene estudios superiores, solo es dueño de una tienda en Pribram, un poblado minero en las afueras de Praga, pero en los libros ha encontrado la belleza del pensamiento y le satisface que su hijo varón, el menor después de dos hembras, le haga ese tipo de interrogantes. Agrega que “por eso la respuesta a tu pregunta es tan difícil, porque en realidad es una pregunta teológica”. Pero el niño se encoge de hombros: no le convence lo escuchado.


Poco después, recorre con sus padres el escenario del espanto. Es un hervidero de cuerpos calcinados en posiciones extrañas, sangre seca, supervivientes alucinados y gente llorando… Su madre intenta taparle los ojos, pero su papá considera necesario que vea la verdad contenida en una tragedia humana. En algún momento, se separa de ellos y sentado en un montículo se dispone a dibujar lo observado. En eso está cuando a su lado se tumba Augustin Zluticky, carpintero de las minas y actor aficionado de teatro, quien elogia su talento y le pide que le regale el dibujo, desea tener un recuerdo de ese día aciago en el que ha perdido a un amigo… Pasan un rato en silencio y al final el niño vuelve a la pregunta que le ronda desde el día anterior: “¿Está en el lápiz ya todo lo que se va a dibujar con él?”. Zluticky parece dudar un momento, pero luego toma el Koh-i-noor, se lo acerca a los ojos, le da vueltas, hace ruidos extraños, exclama, suspira y al cabo le informa: “Acabo de volver de un viaje a otro mundo”. Se niega a comunicarle todo lo que ha visto, pero le dice que su futura mujer será flexible como un junco y celebrarán una boda con mucha gente importante y también que vio cuadros de su autoría, nada más. Se calla, permanece un rato más allí y luego desaparece, no se sabe muy bien cómo.


El niño es Frantisek Drtikol y a sus nueve años no puede saber que su pregunta es una inocente formulación del inacabado debate entre determinismo y libre albedrío. Que todos los dibujos estén contenidos en el lápiz es tanto como admitir que todo está dado de una vez y para siempre; que en función del pasado y de las leyes naturales, todo lo que sucederá en el futuro es inevitable: nadie puede decidir o hacer nada distinto de lo que decide y hace. Si en cambio el determinismo es falso, hay espacio para la autodeterminación y para posibilidades alternativas entre las cuales escoger de acuerdo con una serie de razones y sin que la decisión sea el producto de una fuerza externa al sujeto que decide. Pero no es blanco o negro: según leo en la entrada “Libre albedrío” de la Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, hay argumentos para defender la existencia de uno y otro como disyunción excluyente, pero asimismo para sostener que la libre voluntad y el determinismo son compatibles. Adicionalmente, más allá de la reflexión filosófica, en la psicología empírica y la neurociencia hay experimentos que pretenden mostrar que no somos conscientes de los factores reales que explican nuestro comportamiento; o que las acciones y decisiones dependen más de las condiciones externas en las que se está sumergido que de los deseos, valores y convicciones; o que decisiones y acciones son sucesos neurológicos de los que no se tiene conciencia y, por tanto, se carece del control sobre el propio comportamiento que requiere el libre albedrío. “Finalmente, una variedad radical de escepticismo sobre el libre albedrío puede denominarse imposibilismo. Según esta posición, el libre albedrío es un concepto internamente incoherente, ya que requiere algo imposible de satisfacer, a saber, ser autor, origen o causa de uno mismo”.


Es una discusión actual, pero por lo pronto es 1892 y Drtikol va a experimentar a la vuelta de unos pocos años que la decisión capital que marcaría toda la primera etapa de su vida no se debería a su libre voluntad: desea ser pintor, pero su padre, convencido de que aprenda un oficio porque el arte no le dará de comer, ha conseguido que entre de aprendiz en un estudio fotográfico de Praga. “¿Por qué precisamente a este lugar? La fotografía, comparada con la pintura, resulta de lo más burda, una recreación tonta de la realidad, una postal para bobos que carecen del menor talento creativo”, se lamenta Drtikol el primer día, ignorante de que llegaría a ser una referencia de la fotografía checa del siglo XX. Es su vida novelada la que leemos en Una historia de la luz, del escritor Jan Nemec (Brno, República Checa, 1981).


El estudio al que ha ido a parar Drtikol produce retratos sin gracia, todos iguales; además, durante los tres años de pasantía solo tiene oportunidad de apretar el obturador dos veces, el resto de su aprendizaje se ha limitado al cuarto de revelado, así que al cabo no sabe tomar fotos. Enfrentado nuevamente a la oposición paterna de que ingrese a la Academia de Arte, se fija en un anuncio de la revista Das Atelier de Photographen: el próximo año, en Múnich, la Lehr-und Versuchsabstalt für Photographie abrirá una carrera de dos años. No es que le agrade mucho la fotografía, de la que ha conocido solo su parte química, pero es una oportunidad de salir de Pribam. En la entrevista de admisión casi no atina a responder ninguna de las preguntas (“¿Sabe lo que es la regla de oro? ¿Conoce a algún pintor italiano del siglo XV? ¿Conoce al menos el trabajo de algún fotógrafo alemán? ¿Y qué es lo que le gusta de las fotos de Perscheid?”), pero lo aceptan y se convierte en el alumno que mejor asimila las lecciones de profesores para quienes la fotografía no es una rutina de negocios ni un pasatiempo, sino arte.


En Múnich se despierta su vocación fotográfica. “Nuestro fin durante los próximos dos años no será nada menos que enseñarles caligrafía, o si lo prefieren, caligrafía luminosa”, escucha Drtikol en la primera clase y luego de dos años de prácticas de dibujo, visitas a pinacotecas y ensayos con la cámara, sabe que no quiere hacer otra cosa que escribir con la luz. En el Instituto de Investigación Fotográfica ha aprendido que, a diferencia de lo que piensa el poeta Charles Baudelaire, el proceso fotográfico ofrece espacios para la expresión imaginativa y de los pensamientos elevados, así como para comunicar sensaciones. “Drtikol es claramente el más talentoso de todos los participantes. Y, aunque el retrato artístico lo representa a un nivel muy alto, el paisaje y la fotografía escénica son los campos que mejor domina”, según la reseña crítica de la exposición colectiva de los graduandos con que finaliza la formación en la Lehr-und Versuchsabstalt für Photographie.


Cuando Drtikol abre su negocio en Praga, hay en la capital checa unos 60 establecimientos similares. Pero pronto su estudio se distingue porque en sus retratos las personas parecen vivas, con su personalidad real y su belleza propia, no las marionetas que congela la lente en el de Langhans, el más grande de la ciudad, al que llaman la fábrica de salchichas, con sus numerosos retocadores de negativos y positivos, operadores, copiadores, asistentes, contables y automóvil para hacer publicidad. Gracias a su profesor Georg Heinrich Emmerich, sabe que la verdad del hombre se puede encontrar en sus discursos superficiales y que es más simple y clara de lo que se esperaría. “… No se crean, la gente está desnuda (…) No escuchen demasiado lo que dice la gente de sí misma. Obsérvenlos, limítense a mirarlos, sin más”, es la enseñanza que pone en práctica, cuyos fantásticos resultados hace que por el cuarto piso del palacio Hulicius, entre las calles Jungmannova y Vodickova, pasen personalidades políticas, incluido el presidente de la república, y del espectáculo, de quienes Drtikol logra captar su atuendo interior, su melodía íntima.


A la par desarrolla su trabajo creativo. Drtikol pretende erigir un puente entre las partes visible e invisible del mundo y cree que plasmar la verdadera belleza es el primer pilar de ese vínculo. “La belleza es el símbolo más puro de la verdad. Y el arte solo tiene sentido cuando simboliza la verdad”, razona. “¿Cómo mostrar el revés del mundo, ese reverso luminoso? ¿Cómo convencer al objetivo para que se transforme en subjetivo?”, se pregunta. Para construir ese puente, Drtikol explora el desnudo artístico y recrea cuadros históricos, como la crucifixión representada por mujeres, dando lugar a propuestas fotográficas que resultan adelantadas a su tiempo. Mientras, se ha casado con la bailarina más famosa del país, tiene una hija, frecuenta los altos círculos sociales y expone junto a los grandes de su época en París (Man Ray, Lászlo Moholy-Nagy, Andreas Feininger) y Londres (Edward Steichen, André Kertész, Henri Cartier-Bresson).


Sin embargo, el éxito no logra borrar inquietudes que ya sentía de más joven y sobre las que caviló durante su participación en la Primera Guerra Mundial, cuando, lejos del frente de batalla al que nunca se vio expuesto, escribió cartas a la mujer objeto de su amor no correspondido. “¿Qué parte de mi obra vale realmente la pena? Yo mismo valoro solo un par de fotos…”. Y en otra carta de las muchas remitidas: “Mi mundo interior y el mundo real se tocaban solo levemente, por el borde crepitante”. Está sorprendido de que tantos vivan inconscientes de su propia existencia, como si no resultaran un misterio para sí mismos, y se vuelca hacia su interior porque el arte emana de allí, de un lugar profundo donde el alma está en contacto directo con Dios. En su interés por el autoconocimiento se inicia en el budismo y el cuarto piso del palacio Hilicius es cada vez más un círculo de reflexión colectiva sobre cómo alcanzar la unión del alma con la divinidad que un espacio fotográfico. Ahora es un maestro al que varios visitan para conocer su experiencia mística. Si desea fotografiar algo artístico, ya no emplea modelos sino que crea cuerpos a su antojo a partir de recortes. En una singular acción de alguien que, ante todo, ha trabajado con la luz, el fotógrafo enceguece: rehúye del mundo exterior y sus apariencias engañosas para buscar dentro de sí.


Drtikol termina donando todo su legado fotográfico al Museo de Artes Aplicadas, solo se queda con dos de ellas, y vendiendo el estudio. En Sporilov, a donde se ha mudado, nadie sabe que ha sido un famoso fotógrafo: es un loco que se sienta tanto rato sobre el tejado de su casa con los brazos extendidos que los pájaros se posan en sus dedos. Sigue considerando que la luz es, junto al cuerpo humano, el material más hermoso con el que se puede trabajar, pero ahora explora su luminosidad interior. Está allí, sobre el techo, por una decisión consciente y tiene razones para ello, aunque podría haber enviado por años fotos a concursos y exposiciones, gracias a los miles de negativos que había acumulado, y en su retiro no ha obrado ninguna fuerza ajena a su propia insatisfacción. Se diría entonces que la segunda etapa de su vida responde a un acto de su libre voluntad…, si es que el libre albedrío no es una ilusión.


Post scriptum:


Apunte sobre fotografía


Frantisek Drtikol pasó de considerar la fotografía como un simple invento tecnológico sin potencialidad artística a reconocer y emplear sus capacidades expresivas: el mismo tránsito que ha tenido la reflexión sobre la tecnología fotográfica desde su alumbramiento oficial en 1839. Si el microscopio de Janssen (1590) hizo observable lo hasta entonces invisible y el telescopio de Galileo (1609) permitió desentrañar secretos del cielo y consolidar la visión copernicana sobre nuestra posición en el universo, ahora era posible fijar la realidad en imágenes producidas a partir de la incidencia de la luz reflejada por los objetos en una superficie fotosensible. Como producto de la invención científica, la fotografía vino al mundo con vocación de objetividad: la cámara fotográfica registraba lo que la propia naturaleza escribía con su lápiz luminoso, manteniendo una estrechísima conexión con lo real. “Los objetos se delinean ellos mismos, y el resultado es verdad y exactitud”, escribió en 1853 Albert Bisbee, autor de un manual de daguerrotipia.


Tal valor epistémico, alcanzado en función de un accionar mecánico y una reacción química, sin intervención creativa de un agente externo al objeto que refleja luz, no podía tener potencial artístico porque negaba al fotógrafo la posibilidad de expresar ideas o pensamientos sobre o a partir de lo fotografiado. A diferencia de otras representaciones icónicas, como la pintura y el dibujo, la fotografía no contaba con el sustrato intencional del autor, característico de una obra artística.


Acaso haya contribuido a esta primera aproximación una coincidencia histórica: que los franceses Joseph Nicéphore Niépce y Louis-Jacques-Mandé Daguerre la inventaran por la misma época de vuelo de la doctrina positivista de sus compatriotas Henri de Saint-Simon y Auguste Comte. Un aparato cuyo uso resultaba tan ajeno a subjetividades, con el cual se representaba los objetos tal como se presentan al sentido de la vista, armonizaba con el postulado positivista de que el único conocimiento aceptable como verdadero es aquel cuya validez ha sido contrastada mediante la rigurosa observación empírica. Tanto la cámara fotográfica como el método científico se atenían a lo dado y verificable, aquella no dejaba espacio al capricho interpretativo del fotógrafo, este a la especulación metafísica.


Sin embargo, no todos se conformaron con esa fría valoración de la fotografía. En 1861, el escritor y fotógrafo británico Cornelius Jabez Hughes indicó que ella tenía tres niveles: el primero correspondía a la representación exacta de los objetos; el segundo, trascendía esa acción mecánica e implicaba la reorganización artística de los objetos con fines estéticos; por último, la fotografía de “alto arte”, con la que el fotógrafo perseguía un propósito artístico más elevado. En la corta biografía de este afamado retratista de la era victoriana publicada en el sitio web Historic Camera no se dice nada de sus inclinaciones intelectuales, pero cabría aquí pensar en alguna influencia de la imaginación romántica, presente desde finales del siglo XVIII y al menos hasta mediados del siguiente, que se oponía al racionalismo y el clasicismo de la Ilustración, al industrialismo y el mito del progreso. Los románticos valoraban la espontaneidad, el asombro, la pasión, la individualidad y la imaginación, de manera que Hughes (1819-1884) pudo haber estado impregnado de los cambios en las actitudes, valores y estilos que recorrían la literatura, la música y el arte, así como la comprensión del hombre y la naturaleza, cuando postuló una clasificación según la cual con la fotografía se podía captar tanto la verdad como la belleza.


Desde que Niépce registró lo que veía desde una ventana de su casa en 1826 hasta el presente, cuando se publican millones de imágenes al día en Instagram, se ha acumulado una abrumadora evidencia de que la fotografía es el resultado de un proceso susceptible de alteración en todas sus etapas. Encuadre, iluminación, revelado… son pasos sometidos a control y manipulación en función del propósito que se persiga, desde una fotografía documental (valor epistémico alto) hasta una fotografía artística cuyo referente en la realidad esté diluido o sea inexistente (valor epistémico bajo o nulo). La subjetividad del fotógrafo se encuentra siempre presente, aunque es de esperar que en diversas gradaciones según se vaya de un extremo al otro; además, lo subjetivo no solo está en la producción de la imagen fotográfica, sino también en su recepción, y en un lado y otro privan los diversos códigos perceptivos y culturales propios de cada época. “Lo que la fotografía es, o deja de ser, cambia según el contexto y las manos en las que cae”, advirtió a sus estudiantes Georg Heinrich Emmerich.


(Igualmente, hay que considerar la intervención del proceso fotográfico para crear imágenes de falso valor epistémico, como los borrados de personajes en las fotografías oficiales durante el estalinismo y los rostros de personas inexistentes producidos en la actualidad por redes neuronales generativas en el campo de la inteligencia artificial.)


A cambiar la apreciación de la fotografía como copia mecánica de la realidad, sin espacio para la intervención creativa, contribuyó Drtikol con su obra, producto de la fascinación nacida en su primera clase en la Lehr-und Versuchsabstalt für Photographie, a comienzos del siglo XX, cuando escuchó de su profesor la fascinante historia de la luz: “Caballeros, he comenzado este discurso de bienvenida contándoles que hace cien millones de años las propiedades químicas de la luz hicieron posible la aparición de la vida en este planeta. Pero sólo hace sesenta años que el hombre descubrió cómo aprehender la vida en este planeta gracias a las propiedades químicas de la luz de un modo antes inimaginable. Sólo hace sesenta años que la luz descubrió la posibilidad de grabar su propia creación”.



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