El corto verano de la anarquía y Hammerstein o el tesón, de Hans Magnus Enzensberger
“Yo soy yo y mi circunstancia”. Así, incompleta, se suele citar la famosa frase del filósofo español José Ortega y Gasset, y asimismo no es inusual que se le interprete como una sentencia determinista: soy como soy porque hay unas condiciones que escapan a mi control y me imposibilitan ser de otra manera. Sin embargo, la expresión entera es: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” y no apunta a una excusa fatalista. La circunstancia es todo cuanto incluye el ámbito de una vida, desde el cuerpo y pensamientos propios hasta las ideas ajenas, las otras personas, la cultura, el medio físico y el tiempo histórico que ha tocado en suerte. Mucho en esta circunstancia está dado de antemano y condiciona la existencia, pero como el ser humano no es algo terminado de una vez y para siempre, sino un ser dotado de razón en continuo desarrollo de sí mismo, está en posición de hacerse junto con su circunstancia, de proyectarse con ella y otorgarle un sentido. De la frase del madrileño también se desprende que el juicio sobre cualquier vida solo cabe en términos contemporáneos; es decir, de acuerdo con la circunstancia particular dentro de la que ha tenido lugar. De otro modo, aparecen anacronismos como condenar a un ciudadano de la Grecia clásica por esclavista, a Virgilio por plagio o a Simón Bolívar por el ejercicio de poderes dictatoriales en 1824 y 1828.
Esta vuelta a Ortega y Gasset se debió a la lectura de El corto verano de la anarquía (1975) y Hammerstein o el tesón (2005). En estas obras, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger narra las vidas del anarquista español Buenaventura Durruti y del general teutón Kurt von Hammerstein a partir del testimonio de otros protagonistas de aquellos tiempos (los años de la Guerra Civil Española y del ascenso de Hitler al poder), recortes de prensa, cartas, entrevistas periodísticas, documentos oficiales, anónimos, expedientes de servicios secretos, discursos, proclamas partidistas, folletos, carteles, etc. Entre ellos, el autor intercala textos propios y en Hammerstein… se permite la licencia de sostener conversaciones imaginarias con el general, su esposa y otras personas que conocieron al militar, en lo que puede interpretarse como un recurso para encontrar respuestas que no halló en la vasta documentación revisada. En estos mosaicos narrativos, cuyas teselas se siguen unas a otras con natural armonía para dar cohesión al conjunto, se escuchan poco las propias voces de Durruti y Hammerstein. Por eso recordé la frase del filósofo español, porque para reseñar estas vidas Enzensberger recurrió sobre todo a las miradas externas, interrogó al mundo en el que vivieron: los biografiados casi no hablan, lo hacen las circunstancias con que sus yos se completaron.
El corto verano de la anarquía comienza por el final, pues las primeras páginas están dedicadas a la descripción del funeral de Durruti. Había una multitud en las calles de Barcelona, con un pesar tan profundo que era casi sólido y solo permitía que el féretro avanzara pocos metros en varias horas. Fue la despedida de un líder de carne y hueso, sabían que “era gigantesco, atlético, tenía una potente cabeza”, pero al mismo tiempo fue el adiós de alguien que ya era leyenda en vida. Obrero metalúrgico, se hizo anarquista desde muy joven, lideró tomas de fábricas y asaltó bancos, colocó explosivos y planeó magnicidios, cayó preso muchas veces y fue requerido por la justicia de varios países. Cuando los militares se sublevaron contra la República, comandó a miles de voluntarios para hacerles frente, primero en la capital catalana, luego en el frente de Aragón y finalmente en las calles de Madrid. Nació en León (1896) y murió en la capital española en noviembre de 1936. El recuento de esta existencia de vértigo lo es también del punto más alto al que llegarían las conquistas de los anarcosindicalistas españoles: una efímera revolución.
En España se instauró la República en 1931 y aunque obreros y campesinos celebraron con entusiasmo el fin de la monarquía, en realidad el régimen solo había cambiado en su fachada: no hubo reforma agraria ni mejoras sociales para los relegados de siempre, de modo que las masas volvieron a las protestas en el campo y en la ciudad, que habían sido comunes desde comienzos del siglo en ese país de economía atrasada y con acentuada injusticia social. La Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1910, y su brazo armado y conspirativo, la Federación Anarquista Ibérica (1927), constituían la principal fuerza organizada del proletariado y fueron responsables de muchas de las huelgas, bloqueos de caminos, tomas de fábricas… con que se expresaba el malestar por la frustración de las expectativas republicanas. Con muchos de sus sindicatos proscritos y perseguidos sin cesar sus dirigentes, la CNT-FAI boicoteó con la abstención obrera las elecciones de 1933, lo que favoreció el triunfo de la derecha, que no tardó en continuar con su cometido de aniquilar al movimiento obrero. Durruti proclamó entonces que la única respuesta era la revolución armada y los anarquistas adoptaron este enfoque, al tiempo que los socialdemócratas abandonaron su vieja actitud colaborativa con la burguesía y se prepararon también para resistir con las armas: en 1934, en una rebelión en Asturias que hizo recordar a la Comuna de París, socialdemócratas, anarquistas y comunistas enfrentaron juntos a las tropas gubernamentales, pero fueron vencidos.
Ensoberbecida por esta nueva victoria, la derecha apostó otra vez a su legitimación electoral con los comicios de 1936. La izquierda advirtió que respondería con medidas revolucionarias si ganaba la reacción, mientras que sus antagonistas ripostaron que si perdían habría guerra civil. A los anarquistas la polarización les planteaba un dilema: boicotear los comicios y arriesgar un nuevo triunfo de la reacción, así como la vida de miles de compañeros presos, o aconsejar el voto y reconocer el camino comicial, algo que siempre habían descalificado. “Estamos ante la revolución o la guerra civil. El obrero que vote y después se quede tranquilamente en su casa, será un contrarrevolucionario. Y el obrero que no vote y se quede también en su casa, será otro contrarrevolucionario”, sintetizó Durruti y la CNT evitó recomendar la abstención. Con el triunfo del Frente Popular (socialdemócratas, partidos de centro y comunistas) se cumplió una de las advertencias: las elecciones fueron en febrero y en julio Francisco Franco se puso al frente de un levantamiento militar en el Marruecos español. Fueron los anarquistas lo que vencieron la sedición en Barcelona y pronto fue suyo el dominio de toda Cataluña, pero ahora estaban en otra encrucijada: asumir el poder sin tomar en cuenta a republicanos, socialistas y comunistas o colaborar con la Generalitat (Gobierno catalán), que existía pero era impotente. Durruti y otros dirigentes de la CNT-FAI opinaban que Madrid y los gobiernos extranjeros se opondrían a ellos, por lo que debían optar por la cooperación. Fue lo que hicieron y se integraron, junto a otras fuerzas políticas, primero al Comité Central de Milicias Antifascistas, luego aceptarían tres cargos ministeriales sin importancia en el Gobierno regional de Cataluña y después ocuparían las carteras de Justicia, Salud, Comercio e Industria en el Gobierno central de Madrid…
En la medida en que ocurría esta asimilación de los anarquistas fue perdiendo fuerza el viento que animaba las banderas rojinegras en Cataluña, donde tras la derrota de los fascistas los medios de producción habían pasado al control obrero y se habían formado comités locales, se ajustaron cuentas con el clero y la burguesía, cualquiera podía alimentarse en los comedores populares y era normal que la gente anduviera armada para defender su libertad. Se vivían “días de auge, felicidad y osadía”, como los describió una visitante extranjera que llegó a Barcelona en agosto del 36. “Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo tiempo; según mi opinión, esto es lo que exigen las circunstancias. Las medidas revolucionarias que conciernen al pueblo no se aplican solo en la retaguardia, en Barcelona; son válidas también en la primera línea (…) En cada pueblo que conquistamos revolucionamos enseguida la vida cotidiana”, declaraba Durruti.
Sin embargo, a la postre no habría ni comunismo libertario ni triunfo sobre los enemigos de la República. Los anarquistas no peleaban una guerra, sino dos y hasta tres al mismo tiempo. Luchaban en el frente contra las fuerzas superiores de Franco y en el interior de la España libre contra sus propios aliados porque, desde el principio, sus objetivos eran irreconciliables: los anarquistas, con sus comités locales, milicias y producción colectiva en el campo y la industria, aspiraban al reino de la libertad; los partidos de centro y la socialdemocracia, con su aparato burocrático, su ejército regular y la propiedad privada, querían conservar, incluso a costa de negociar con los sublevados, el Estado y sus posiciones de poder. Los comunistas, entretanto, se sumaron a este bando, no solo por su oposición ideológica a los anarquistas, sino también porque la Unión Soviética ya había aprendido a jugar en el terreno global de las relaciones internacionales. El tercer frente para los libertarios era interno: en lo militar, su accionar altamente descentralizado, que les reportó muchos logros en la lucha de calle, en las actividades conspirativas y las huelgas, en el campo de batalla contra un ejército regular se tradujo en ataques independientes y descoordinados, así como en indisciplina entre los milicianos. En el plano ideológico, se debilitaron al tropezar con las dificultades prácticas de construir una nueva sociedad: sus promesas (desaparición del Estado, la Iglesia, la propiedad privada…) eran sinceras y fáciles de abrigar con entusiasmo, pero difíciles de poner en práctica, lo que desmoralizó a las masas de asalariados y explotados. Además, muchos entendieron que revolución quería decir pillaje, corrupción, disfrute de privilegios. “La indisciplina en el frente y el aburguesamiento en la retaguardia darán la victoria a los fascistas”, advertía una y otra vez Durruti, quien pese a que tampoco ignoraba la amenaza que representaban sus propios aliados, cuando le pidieron ir a defender la capital se cuenta que dijo: “La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid”.
“Libérese del trabajo pequeño; para eso búsquese un puñado de hombres inteligentes. Pero déjese mucho tiempo para pensar y para aclararse. Sólo así podrá mandar como es debido”
“Sus acciones absorbieron por completo su vida”, escribe Enzensberger de un hombre cuyos únicos bienes al momento de su fallecimiento consistían en “ropa interior para una muda, dos pistolas, unos prismáticos y gafas de sol”. No puede decirse lo mismo del personaje principal de la siguiente novela collage del escritor germano, el jefe del Alto Mando del Reichswehr (ejército alemán) entre 1930 y 1934, Kurt von Hammerstein, quien tendió más a la quietud. Su yerno Joachim Paasche anotó en 1931 que “él tampoco se parecía en nada al alemán típico, trabajador y concienzudo. Le gustaba la gente; solía dejar de trabajar para irse de caza”. Era de una “vagancia productiva”, según la evaluación del ejército cuando obtuvo su primer despacho oficial. “Era un vago; es imposible encontrar un calificativo que matice esa descripción”, de acuerdo con Schwerin von Krosigk, ministro de Finanzas de Hitler y condenado por crímenes de guerra en Núremberg. Hammerstein tenía una explicación para el mucho tiempo que dedicaba a su actividad favorita, la caza: “Libérese del trabajo pequeño; para eso búsquese un puñado de hombres inteligentes. Pero déjese mucho tiempo para pensar y para aclararse. Sólo así podrá mandar como es debido”, le recomendó en una ocasión a uno de sus asistentes.
No tuvo el ímpetu ni la rebeldía manifiesta de sus hijos (cuatro hembras y tres varones), entre quienes no faltó la militancia comunista, el matrimonio con judíos y la participación en la resistencia armada contra el nazismo (“Mis hijos son republicanos libres. Pueden decir y hacer lo que quieran”, decía), pero Hammerstein no fue indiferente ante los nacionalsocialistas. En 1933 expuso sus objeciones al presidente Hindenburg sobre la eventual designación de Hitler como canciller y una vez que esto ocurrió, propuso declarar el Estado de excepción y arrestar al desmesurado cabo austríaco. Hammerstein nunca se calló sus opiniones críticas contra los nuevos amos del poder y los nazis sabían que en él tenían a un enemigo de una inteligencia superior, además de a un militar muy cercano a los rusos, quienes lo apreciaban mucho desde los años de la cooperación militar secreta entre Alemania y la URSS, que comenzó al final de la Primera Guerra Mundial y terminó con el inicio del gobierno nazi.
Después de que Hindenburg lo retirara de su alto cargo, continuó en apariencia con su tranquilo estilo de vida: “El general y su familia se han instalado en una modesta vivienda de Dahlem. Sin embargo, lleva una vida muy activa y es posible que haga más que antes en el Reichswehr, donde se lo conocía más bien por tomarse el trabajo a la ligera”, reportó a Washington en 1934 Jacob Wuest, agregado militar estadounidense en Berlín. Durante la invasión de Polonia, lo nombraron comandante en jefe del grupo del ejército A en el oeste y finalizada la campaña polaca se le consideró para comandante del ejército en el este, pero el 24 de septiembre de 1939 lo licenciaron de manera definitiva; al parecer, por el rumor de que planeaba arrestar a Hitler si visitaba su zona. Hammerstein murió en 1943 de un carcinoma, pero se sabe que participó en la organización del atentado del 20 de julio de 1944, en el que estuvieron involucrados dos de sus hijos. Asimismo, según su amiga Ruth von Mayenburg, una mujer de la nobleza alemana que trabajó para la inteligencia del Ejército Rojo, Hammerstein rechazó colaborar con los rusos. “Diles que Hammerstein-Equord devuelve los saludos del mariscal Voroshilov. Que sólo pienso en la época en que estuvimos en buenos términos y trabajamos juntos. Yo no participaría en una guerra contra ellos”.
Imposible no reconocer que Hammerstein era opuesto al nacionalsocialismo, pero su posición no estuvo exenta de ambivalencias, por lo que resulta difícil dar una respuesta sin fisuras a la pregunta que, en la novela, hace Ruth von Mayenburg: “¿Trabaja esta importantísima mente del viejo Reichswehr en un plan militar y político del Estado Mayor contra el régimen? ¿Tiene aliados? ¿O se conforma con el papel del resignado, del que sólo participa en todo como observador hostil y el resto del tiempo se dedica a la caza?”.
Enzensberger, en lugar de enjuiciar a Hammerstein desde la cómoda posteridad, recuerda que la República de Weimar (1918-1933) fue un cóctel explosivo desde el principio: recesión económica, alta inflación, resentimiento por la paz de Versalles, sublevaciones de izquierda y conspiraciones de la vieja élite política, masas desesperadas buscando refugio en los extremos, milicias en las calles y las instituciones del Estado totalmente desprestigiadas… En ese contexto, la clase política estaba “incomprensiblemente débil y desbordada, indecisa y oscilando entre la histeria, la ilusión y el pánico, todos parecen atrapados por el presidente del Reich, el viejo Hindenburg, entonces ya incapaz de hacerse una idea clara de nada (…) Los militares, que nunca fueron verdaderos partidarios de la República, tomaron una posición supuestamente apolítica; y paralizados por el miedo a la guerra civil que querían evitar a toda costa, los que estaban dispuestos a defender Weimar no se decidieron a intervenir (…) El único actor que, desde el principio, persiguió un objetivo claro fue Adolf Hitler”.