300 palabras sobre Una vida plena, de L.J. Davis
Una vida plena, de L.J. Davis, es un título irónico: Lowell Lake, treintañero, es secretario de redacción en un semanario especializado en plomería y lleva nueve años en un matrimonio que no funciona; además, es egresado de Stanford en Literatura y ha intentado escribir una novela. Una mañana, cae en cuenta de que no disfruta de una vida satisfactoria, que es tanto como decir que acaba de tomar conciencia de su mediocridad. Nunca, en verdad, se ha propuesto nada específico que hacer ni se ha planteado grandes metas: graduarse en la universidad, casarse e intentar ser escritor han sido meros accidentes, pero descubrir que su mísero trabajo no es provisorio, sino que hasta allí ha llegado para quedarse, se transforma en un tormento: “… las cosas no mejorarían. No empeorarían, salvo que ocurriera una catástrofe imprevista, como una guerra atómica o un trastorno mental, pero no mejorarían”. Lake intentará abandonar la medianía de su existencia dotándose de un propósito: comprará una vieja mansión en ruinas, en un barrio aristocrático de Brooklyn venido a menos, para devolverle su esplendor. Davis describe a un ser que no opone ninguna resistencia a nada en la vida, una balsa abandonada a la caprichosa corriente de un río, y lo hace de tal forma que el lector acaba exasperado ante tanta pasividad, quiere que ese imbécil de Lake al menos levante la voz alguna vez, sobre todo durante las páginas que dura la negociación con el agente inmobiliario. No empeñarse tanto en vivir como en ser vivido, como dejando a la propia vida que haga todo el trabajo, es una opción para transitar la pausa de la muerte, pero a condición de que esa escogencia tenga su desarrollo en la absoluta ignorancia: darse cuenta de las cosas tal cual son está contraindicado para la supervivencia.