300 palabras sobre Agathe, de Anne Cathrine Bomann
Él es un terapeuta que decide jubilarse. Apenas si sabe relacionarse con los otros fuera de su consulta, no tiene familia ni amigos, solo una débil afición por la música clásica, el gusto por un buen té y hacer bien su trabajo, aunque esto último hace tiempo que no es cierto: escucha sin interés las voces quejumbrosas del diván. “¿Sería posible que en realidad todas las personas lo pasaran tan mal o simplemente yo veía solo a los infelices? ¿Habría alguien en esos pequeños hogares de ahí afuera que se fuera satisfecho a la cama y supiese por qué razón se levantaba al día siguiente?”, se asombra. Arrastra un miedo cuyo motivo real le es desconocido, nunca ha amado a nadie y su vida rutinaria y aislada no le ha borrado la sensación de extravío e inseguridad. Solo abriga una fantasía: ser el hombre en la pareja de mediana edad que un día ha visto en un café cuando ella le acariciaba la cara y él se inclinaba hacia su mano. Así que, a veintidós semanas de su retiro y carente de ánimo, no debería aceptar a una nueva paciente, pero ahí está Agathe, con su pasado de autolesiones e intentos de suicidios, abriéndole una puerta. Recién a sus setenta y dos años, el protagonista de Agathe (2017), de Anne Cathrine Bomann, cae en cuenta de lo advertido por Joan-Carles Mèlich en La fragilidad del mundo: “Demasiadas veces se ha imaginado la existencia al modo de un viaje interior. Aquí se tratará de pensar todo lo contrario. Existir es salir de sí, lanzarse a una aventura en una tierra extraña que no dejará de serlo (…) el mundo es la gramática que permite establecer relaciones y lazos de dependencia, siempre frágiles e inseguros, sin los que no es posible existir”.