La ciudad, París y El lugar, de Mario Levrero
Ya no viene al caso precisar dónde di con la primera referencia a Mario Levrero (1940-2004), si en Revista Ñ, Arcadia, Radar Libros, Letras Libres… El hecho es que lo leído sobre este uruguayo me sedujo y terminé comprando Trilogía involuntaria, que reúne tres novelas cortas: La ciudad, París y El lugar, publicadas en ese orden, sin intención inicial de agruparlas según un denominador común, de acuerdo con lo declarado por el propio autor, entre 1970 y 1982.
Narradas todas en primera persona, en todas igualmente el personaje está sometido a una fuerza y un orden innominados, de los que es consciente pero sobre los que no puede ejercer ningún cambio. Asimismo, las tres novelas tratan de recorridos interminables, teñidos de absurdos y fantasías. Otro elemento que comparten es el desdibujamiento del límite entre sueño y realidad que por momentos experimentan los protagonistas. En La ciudad, el personaje-narrador ha llegado por su voluntad a una casa desvencijada. No nos dice de dónde viene ni por qué va a vivir en ese lugar que es poco menos que un basurero. La misma noche de su arribo, decide ir al almacén más cercano para comprar algunas cosas que considera necesarias, una linterna, un poco de comida…, pero el sitio está cerrado y cuando decide regresar descubre que se ha perdido. Calles oscuras y una lluvia torrencial no hacen más que acentuar su desorientación, tanto como el camión que lo recoge a orilla de carretera y lo deja cerca de “la ciudad”, en compañía de la desconocida mujer que viaja en el vehículo y que parece la pareja del conductor…
En París, el protagonista llega a la capital francesa después de un viaje de trescientos siglos en tren y es conducido a un asilo que es, más bien, un manicomio, por cuya puerta principal se puede entrar pero nunca salir, custodiada como está por dos guardianes armados con carabinas… En El lugar, el personaje-narrador se despierta en una habitación con dos puertas, una de las cuales está cerrada; la que puede abrir da a otra habitación, idéntica a la suya, en el inicio de una repetición de lugares que pasan del “esplendor” (encuentra gente, mobiliario, comida) a la decadencia (las últimas habitaciones se encuentran en ruinas, algunas tanto que es casi imposible abrir las puertas)…
Ya sea “el reglamento” que rige La ciudad (se trata en realidad de un pueblo, cuyo centro es una vistosa estación de servicio, en la que casi nunca para nadie, pero muy equipada); las reglas que impone “el cura” que regenta el asilo o la norma factual de moverse en un solo sentido en esa insólita construcción que pareciera circular, sus efectos son los mismos sobre el protagonista: impotencia, desamparo, soledad, extrañeza… Aunque se topa con otros seres humanos en cada caso, la posibilidad de escapar la representan siempre las mujeres: la del conductor, Angélica en el asilo y Mabel en el laberinto. Pero son atisbos: o no las puede asir (las dos primeras) o estar a su lado es, al final, asimismo insuficiente.
De Levrero se conocía su clara admiración por Kafka, una pista para comprender las atmósferas alucinantes y la búsqueda infructuosa en las que embarcó a sus tres personajes-narradores en estas novelas. Pero, quizá más definitivo, sea saber que este escritor sedentario, fóbico, encantador, no hacía distinción entre sueño y vigilia, entre imaginación y realidad.
El propio escritor lo explicó en una entrevista: “Bueno, en París se dice claramente de la preocupación del protagonista por establecer límites entre lo que es el mundo exterior y el interior, sin que pueda conseguirlo. Eso debe tener que ver con mi carácter introvertido y con una forma muy especial de percepción. En realidad, yo no llego directamente al objeto exterior sino a la sensación que ese objeto me produce. Esto implica pasar por una serie de procesos interiores que desconozco, para rescatar al objeto, para que aflore en la conciencia como una real percepción. Hay una historia preexistente que debo descubrir poniéndome en un estado de comunicación conmigo mismo. Dejar subir lo que hay dentro, percepciones, vivencias, cosas que se fueron, que tal vez no fueron vividas en su momento, ahí surgen ya elaboradas por el inconsciente, como en un sueño. Es un mecanismo onírico el que está produciendo las imágenes continuamente. Fluyen las palabras, pero al mismo tiempo hay un control consciente que hace que lo que escribo no suene como el relato de un sueño. Es como si la conciencia participara como vigía de un hecho misterioso. A veces discuto con entrevistadores allegados a la ciencia ficción y termino defendiéndome como realista. Mis historias no son fantásticas. Por lo general, en lo que escribo no hay elementos sobrenaturales. Pasan cosas raras, muy poco frecuentes, o hay elementos no reconocibles como objetos de la realidad, pero sí son reales los mecanismos psicológicos, la simbología que está expresando un mundo espiritual, absolutamente real”.