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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Sombras en la claridad del presente

Los informantes, El ruido de las cosas al caer, Las reputaciones y La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez

 
 

En la novela La forma de las ruinas, el personaje Carlos Carballo le recrimina a Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) que se haya estado ocupando de tipos y paisajes europeos, cuando en su país había vainas más importantes sobre las cuales escribir. Carballo se refiere a Los amantes de Todos los Santos, un libro de relatos ambientados en Bélgica y Francia.

Esa fue mi puerta de entrada a la obra de este escritor colombiano y siempre había recordado solo uno de los cinco o seis relatos que recoge ese volumen. Una mujer asesina al novio de la hermana a fin de conjurar los planes del futuro cuñado, quien piensa transformar la propiedad familiar. Se trata de una amplísima casona con la que aquella mujer ha desarrollado una afinidad profunda y a la que ha convertido en su “ser” más querido. La condenan a muchos años de prisión y cuando al fin está de regreso en la casa se encuentra con todos los espacios cambiados, sin posibilidad alguna de que lo que ahora ve se corresponda con sus precisos recuerdos de un salón, de una puerta, de un pasillo que conducía a... Los muchos años de cárcel nunca le hicieron impensable seguir viviendo, pero este vacío creado por lo irreconocible, por lo borrado, sí.

El cuento es sobre la venganza, claro, pero advierte asimismo que los humanos estamos constituidos por un algo intangible, frágil y decisivo para la existencia que es la memoria. Somos pasado contenido en el tiempo presente y se trata de un componente sensible al ahora, pese a que no pocas veces nos convenga más considerarlo un cuerpo inerte e inofensivo. De eso, del pretérito gravitando en el hoy de un grupo social o de una persona y de las ambigüedades, contradicciones, dudas, miserias y glorias que somos en cualquier tiempo, es que va mucho de la narrativa de Vásquez, desde aquellos cuentos publicados en 2001 y desdeñados por Carballo en 2015, hasta Los informantes (2004), El ruido de las cosas al caer (2011) y Las reputaciones (2013). El colombiano dedica sus ficciones al peso histórico, tanto si fue configurado por un error individual, como si ha sido producto de fuerzas inabarcables e incomprensibles por uno; pueden ser una fatalidad (el Destino para los antiguos griegos), pero ya se ha sufrido suficiente para saber que, sobre todo, pueden ser injusticias (la Historia para la mayoría de la humanidad).

En La forma de las ruinas se revisitan los asesinatos de los líderes Rafael Uribe Uribe (1914) y Jorge Eliécer Gaitán (1948). Los dos eran liberales, los dos crímenes torcieron la historia colombiana y los dos hechos merecieron una misma versión oficial: fueron obras de individualidades: un par de carpinteros descontentos por el desempleo en el caso del primero; una persona en apariencia común en el segundo, cuyas razones se desconocerán para siempre porque pereció a manos de una multitud indignada poco después de cometer el magnicidio.

Pero, ¿y si no fue así, si los asesinos no actuaron por cuenta propia, sino por encargo de terceros, acaso gente poderosa, responsables del aparato de anticuerpos que genera “el sistema” para eliminar a aquellos que lo amenazan al pregonar justicia social, igualdad? Aunque el propio Vásquez, convertido en personaje, se muestra escéptico ante la teoría conspiratoria de Carballo para ambos asesinatos, la novela repasa en excelentes páginas las inconsistencias de las versiones canónicas, con lo que plantea el devenir histórico como accidente, pero también como producto de acciones planificadas.

En cualquier caso, La forma de las ruinas resulta en una ficción que cuestiona el relato dominante y por esta vía es posible acercarla a esa corriente literaria que, desde finales del pasado siglo, se bautizó como la “nueva novela histórica latinoamericana”. Caracterizada, entre otros rasgos, por la relectura crítica y desmitificadora de hechos y personajes consagrados oficialmente, los exponentes de esta renovación de la ficción histórica en la región han traducido a términos literarios la reflexión de los propios historiadores y filósofos de la Historia: la representación histórica es provisional y contingente, susceptible de infinitas revisiones. Es así porque pueden surgir nuevas evidencias, por supuesto, pero también porque el historiador hace inteligible el pasado mediante la introducción de un orden y conexiones particulares, la escogencia de un vocabulario de connotaciones específicas y, en suma, no puede sustraer la narración de sus propios juicios de valor.

El libro y una operación del corazón se conjugan para que Santoro no pueda seguir escapando de su memoria culpable por lo que hizo durante el período de las listas negras

En Los informantes, Vásquez trata otro episodio histórico: el confinamiento de alemanes, italianos y japoneses en Colombia durante la Segunda Guerra Mundial. Fueron años de listas negras, de bloqueos de derechos civiles, económicos y políticos a los nacionales del eje Berlín-Roma-Tokio que se consideraban peligrosos, por sus amistades y actividades, para la democracia y el esfuerzo bélico aliado. Aquí, sin embargo, no se trata de una muerte que impacta a unas mayorías y de la relectura cuestionadora de la versión comúnmente aceptada, sino de cómo nuestras acciones pretéritas siguen proyectando su sombra y nos condicionan —y determinan— en el ahora.

Gabriel Santoro es abogado y, sobre todo, un orador ilustre. Por veinte años ha sido el reputado profesor de Retórica para decenas de colegas y jueces, y un hombre de conducta intachable. Pero este presente tranquilo se agrieta cuando su hijo, también llamado Gabriel Santoro, publica un libro sobre la vida de Sara Guterman, una alemana que llegó al país a finales de los años 30, antes de la guerra, y es amiga íntima de su padre. Vuelve así aquella época de oscuridades, que se creía enterrada y olvidada, para remover la vida del reconocido profesor. El libro y una operación del corazón se conjugan para que Santoro padre no pueda seguir escapando de su memoria culpable por lo que hizo durante el período de las listas negras, cuando unas pocas palabras eran suficientes para arruinar a una familia.

Hay una tribu americana para la que el pasado es lo que está al frente, porque lo podemos ver; mientras que el futuro está detrás, porque de él no sabemos nada

La suerte de Gabriel Santoro, dibujada con trazos del ayer, es la que corre también Javier Mallarino en Las reputaciones. Después de 40 años como autoridad moral, forjada a punta de publicar a diario y sin concesiones para amigos o familiares un “aguijón cubierto de miel”, que es como Mallarino define la caricatura política, se da cuenta de que un solo episodio puede arrebatarle todo el sentido a su quehacer. Y no es por un hecho del presente, ahora que acaban de homenajearlo en el Teatro Colón y harán una emisión filatélica con su obra, sino por algo ocurrido hace veinte años, que involucró a una niña y a un senador conservador que terminó lanzándose de un quinto piso.

Con dos décadas de por medio, el pasado lo visita en forma de Samanta Leal, que siendo niña fue violentada durante una fiesta en casa de Mallarino y ahora acude a él para saber qué le ocurrió en realidad, a ella, cuyos padres se encargaron de darle una vida en la que lo sucedido nunca pasó. Samanta es como una espoleta para que explote el propio recorrido vital de Mallarino y se desate toda la reflexión que lo conduce a renunciar. Aquí el narrador refiere que hay una tribu americana para la que el pasado es lo que está al frente, porque lo podemos ver; mientras que el futuro está detrás, porque de él no sabemos nada.

Entre una y otra novela, El ruido de las cosas al caer, y esta vez la necesidad de escudriñar el pasado, darle vueltas, recontar lo sucedido para entender e identificar las huellas que han dejado los hechos históricos en toda la sociedad, pese a que no siempre la marca resulta evidente en todos sus integrantes y no siempre todos son capaces de reconocerla en sus despreocupadas vidas individuales. Vásquez revive aquí los años de la peor violencia debida a los carteles del narcotráfico, desde principios de los 80 hasta la primera mitad de los 90, cuando el asesinato de figuras públicas y las bombas recubrieron con la piel del miedo a los colombianos y, en particular, a los bogotanos.

Con este libro, el escritor colombiano obtuvo el Premio Alfaguara de Novela en 2011 y ahora compruebo que al año siguiente la obra galardonada fue Una misma noche, del argentino Leopoldo Brizuela (1963-2019), tejiéndose un vínculo entre ellas por el galardón y por sus contenidos: en ambas está la vuelta al pasado para tratar de entender episodios decisivos para nuestras vidas: la violencia del narcotráfico en el caso de Vásquez, la dictadura y la represión hasta niveles demenciales en lo tocante a Brizuela.

Releo, en una nota del autor al final de su novela, que Brizuela menciona “la metamorfosis de una memoria” como clave para referirse a su libro. Es eso, pero asimismo es el cansancio de cargar a cuestas un terrible recuerdo y no poder exorcizarlo contándolo, entre otras cosas porque ese peso está hecho de horror y al horror no siempre se le puede narrar. Esto es lo que le sucede al escritor Leopoldo Bazán: presencia un robo en 2010 y esa escena, por la mera coincidencia de que ocurre en la misma casa, vecina a la de sus padres, a donde ha vuelto a vivir tras la muerte de su papá, lo lleva a 1976, primer año de la dictadura militar en Argentina. Entonces tenía 12 años y acaso si entendía lo que estaba pasando en el país y, más precisamente, en su propia calle y en su propia casa, cuando policías del régimen cruzaron por los fondos de su patio para irrumpir en la vivienda de las vecinas, una madre y sus dos hijas, una de ellas sospechosa de terrorismo; aquel episodio se quedó germinando en su interior para reaparecer 33 años después.

Era un niño, pero la perplejidad de entonces se ha convertido, con la perspectiva de los años y las circunstancias del presente (el kirschnerismo ha abolido las leyes del perdón que beneficiaron a los represores), en el fardo que lo aplasta. Intenta zafarse escribiendo una novela, luego deja a un lado la ficción para apegarse a sus recuerdos; hace un tercer intento documentándose para ser más fiel a los hechos históricos y finalmente trata narrando un sueño. Cuatro intentos y ninguna salida para alguien que se avergüenza de la conducta de su padre aquella noche, si bien puede, en algún momento, llegar a comprenderlo; para alguien que no encuentra respuesta a la pregunta fundamental: frente al horror de la represión, ¿qué responsabilidad tuvieron quienes no la ejecutaron, pero resultaron cómplices por no oponerse activamente? ¿Cómo el miedo del miedo pudo hacerlos condescender con aquellos que lanzaron cuerpos anestesiados al mar?


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