El arte de no decir la verdad, de Adam Soboczynski
Hace entre 70.000 y 30.000 años, los Homo sapiens comenzaron a desarrollar una singular forma de comunicarse, un lenguaje que hacía posible, a partir de un número determinado de sonidos y señales, componer infinidad de frases con diversos significados. Esta facultad lingüística les permitió acumular y transmitir una asombrosa cantidad de información. Sin embargo, lo más extraordinario de este lenguaje no era su flexibilidad, sino que amplió el mundo de los sapiens, quienes en adelante hablarían no solo de su entorno sensible, sino también de cosas que nunca habían visto, tocado u olido: comenzaron a crear ficciones.
“Esta capacidad de hablar sobre ficciones es la característica más singular del lenguaje de los sapiens”, afirma Yuval Noah Harari en su libro De animales a dioses. La ficción permitió imaginar cosas y además hacerlo colectivamente. “Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica de la creación, los mitos del tiempo del sueño de los aborígenes australianos, y los mitos nacionalistas de los estados modernos. Dichos mitos confirieron a los sapiens la capacidad sin precedentes de cooperar flexiblemente en gran número”, indica Harari. Hay algo más: la forma en que los humanos cooperan en gran escala puede modificarse si se cambian los mitos mediante narraciones diferentes. La consecuencia de ello fue que los sapiens estuvieron en capacidad de transformar sus estructuras sociales, patrones de comportamiento, relaciones interpersonales, actividades económicas… por iniciativa propia y en pocos años, en contraste con sus antepasados, cuya evolución cultural estuvo determinada por los dilatados períodos que toman una mutación genética o responder a un cambio ambiental.
Y en esa hemos estado desde entonces, organizándonos en sociedades erigidas sobre bases de “realidades imaginadas” que anidan en el credo de millones de personas. Ahora, la dificultad no radica en contar un relato, sino en convencer al resto para que se lo crea, señala el historiador israelí. “Gran parte de la historia gira alrededor de esta cuestión: ¿cómo convence uno a millones de personas para que crean determinadas historias sobre dioses, o naciones, o compañías de responsabilidad limitada?”. O a unos pocos sobre uno mismo, si después de todo “no somos más que una narración”, como advierte la mujer del impermeable en la novela de Ana Teresa Torres.
No será la única, pero sería difícil no rendirse a la abrumadora evidencia de que una forma atávica, extendida y efectiva de persuadir al otro para que crea nuestro relato es fingir.
A ese artista del fingimiento que es por excelencia el humano moderno dedica el escritor Adam Soboczynski su libro El arte de no decir la verdad. (El título escogido por su editor en español oculta que, en la escala de modulación del engaño, hay una diferencia entre mentir y fingir, siendo esto último lo que trata el autor. En la edición original en alemán, se titula Die schonende abwehr verliebter frauen —La gentil defensa de las mujeres enamoradas—). Con una galería de personajes que se cruzan a lo largo de los treinta y tres relatos del volumen, Soboczynski ilustra que aparentar es la conducta clave para adaptarse, sobrevivir y, al fin, prevalecer en la esfera social: “… nos pasamos la vida actuando, teniendo que actuar, para expresar deseos, pensamientos y anhelos que en realidad ¡son fingidos! Y todo para tratar a los demás con delicadeza, para que en el futuro no nos perjudiquen y para tomar ventaja frente a nuestros competidores”.
Narradas de una manera que combina el estilo de un manual de comportamiento y las cuidadosas descripciones de las viejas crónicas sociales publicadas en los diarios, cada historia es una estampa valorativa de las ventajas del fingimiento frente a la franqueza en las diversas circunstancias que debe encarar cualquiera que vive en sociedad; es decir, cualquiera que no pasa sus días al margen de sus congéneres y se ve abocado, sin remedio, a sostener relaciones interpersonales.
Por ejemplo, el adiestrado en el arte del disimulo rechazará a una mujer enamorada que no le atrae para nada mediante una danza maestra de falsedades que hará nacer en la dama la convicción de que fue ella quien perdió el interés, de que fue errónea la primera impresión de su enamorado: la inducción del autoengaño es la única garantía de que un amor no correspondido se extinga con suavidad. Si se tratara de una enamorada pertinaz, que las hay, de esas que siempre quieren saber la razón última del rechazo y hasta llegan a olerse que les están mintiendo, “hay que responder siempre con evasivas, mostrando un enorme desconcierto, alegando que cuesta expresar en palabras las cuestiones del amor. Lo que, bien mirado, es completamente falso, pero constituye una afirmación cuya plausibilidad goza del asentimiento general”.
¿Y cómo lidia el fingidor contra la falsa creencia de que amigos, compañeros de trabajo y familiares se alegran de nuestros triunfos? “¿Cómo hay que lidiar, pues, con la envidia? Siempre de tal modo que ésta crezca en los otros con impotencia, sin riesgo para uno mismo”. Es lo que hace Erik, un peluquero que ha abierto un nuevo local y que tiene todas las cartas del triunfo en la mano, desde el dinero suficiente por si el negocio sale mal hasta las ideas innovadoras que lo harán destacar, entre ellas, la de contratar a un pianista para que amenice las jornadas de los sábados, aparte de que, en verdad, es excelente en su oficio. Pero nada de esto dice Erik en la fiesta de apertura del local, más bien se muestra ilusionado, se comporta como el que está corriendo un gran riesgo y hasta pregunta a sus colegas si creen que ha acertado con la escogencia del sitio para su salón de belleza. En suma, ha dejado en sus competidores la idea de que enfrentará tiempos difíciles y de que no le extrañaría que tuviera que pedirles ayuda, llegado el caso. Cuando, a la vuelta de un año, la peluquería de Erik es, en efecto, un rotundo éxito, los otros no pueden hacer nada: su ubicación es inmejorable, si incorporan un piano se verá como imitación… “Al emprender cualquier proyecto, resulta útil ser subestimado (…) Nos complace simularla, ya que sabemos que es bien recibida, pero en nuestro fuero interno, naturalmente, somos tremendamente vanidosos. Como tantas otras virtudes, la modestia no es más que un ‘vicio disfrazado’”.
La inseguridad fingida es asimismo beneficiosa en una entrevista de trabajo. A contracorriente de lo que suele pensarse, en una conversación así el riesgo no es dejar una mala impresión, sino dejar una impresión demasiado buena. “La mejor receta para conseguir un trabajo: colar conscientemente en la entrevista un par de muestras de inseguridad” y, a la inversa, no provocar inseguridades en el interlocutor. Declarar que, a veces, se es “demasiado impaciente” es una fórmula eficaz para sortear esa autoexploración que se le pide al aspirante mediante la pregunta “¿Cuál diría usted que es su punto débil?”. Esa respuesta debe darse siempre después de una breve pausa cargada de significados: sugiere una reflexión espontánea y, a su vez, su aire reflexivo destaca que se le ha hecho una pregunta inteligente, lo que alaba el ego del entrevistador, mientras que el silencio momentáneo también sugiere que su respuesta es franca. De modo que, ¿mi punto débil? Bueno, uno a veces es demasiado impaciente, pero uno se esfuerza para mejorar ese aspecto de sí mismo. ¡Voilà!
Pero el fingimiento no es solo útil para salirse con la suya, también es conveniente para asumir con mejor perspectiva una derrota. “El fracaso profesional duele, como duele el amor confesado con ternura que no se ve correspondido. ¡Y cuán a menudo contemplamos al humillado empeorar su situación por reaccionar disgustado, nervioso o impaciente!”. Lo sucedido a Stephan Karst, arquitecto, es una muestra de que más le hubiera favorecido retirarse en silencio tras su despido, en lugar de aquel grito que retumbó en toda la oficina e indujo en los otros gestos de desaprobación por una conducta tan poco profesional: “¡Mierda de estudio!”. Karst “no había tenido en cuenta que a menudo una despedida airosa es mucho más importante que una entrada en escena arropada por sonoros aplausos”. Si hubiese recogido sus cosas con tranquilidad y hasta tomado unas cervezas con sus colegas para haberles hecho creer que, después de todo, ya tenía pensado renunciar, ahora estaría empleado en el competitivo despacho de Olaf Herse y Frank Stretz, antiguos compañeros de trabajo independizados, y no tirado en la cama, incapaz de redactar su currículo y sin ganas de vivir, pese a sus visitas al psicólogo. “¡Sí, claro! (…) ¡Ese sólo con que haya dormido un poco mal nos echa abajo el comedor!”, dijo Herse cuando Stretz mencionó que podrían llamar a Karst, ahora que necesitaban personal porque les llovían los contratos.
Así, el libro de Soboczynski es un compendio de valiosas lecciones para armar un decálogo del arte de fingir:
1. “¿Cómo hay que comportarse para imponerse? Siempre con una sonrisa. El hombre versátil de nuestro tiempo no hace jamás lo que finge hacer”.
2. “El fingimiento alcanza su cima en el instante en el que parece que no se hace uso de él”.
3. “Únicamente el artista del fingimiento que sepa escenificar una actitud natural, una tristeza afligida y un orgullo auténtico conseguirá seducir con éxito”.
4. “El que finge es capaz de infiltrarse en temperamentos ajenos, en los deseos de su enemigo, en otro sexo o en la trayectoria vital de sus competidores. Y, cuando es necesario, es capaz de apropiarse de estos papeles como el actor al que, en pleno arrebato creativo, ya no reconocemos como la persona que es fuera del escenario”.
5. “Ninguna estrategia se debe llevar al extremo, ningún arte se debe convertir en un conjunto de trucos evidentes. Por ejemplo, sería poco inteligente pedir perdón exageradamente”.
6. “Ofenderse, ya sea por una frase o por un hecho, sirve de bien poco. Hacerse el ofendido, en cambio, puede resultar muy útil. Pocas cosas atan más a los demás a nosotros que su mala conciencia. Y despertar su mala conciencia requiere de un arte refinado”.
7. “El artista del fingimiento pone todo su esmero en que sus flechas envenenadas parezcan una réplica justa y hasta casi amable a una verdadera infamia”.
8. “La mayor parte de las personas embaucan mediante la mentira. Y no engañan nunca diciendo la verdad. Pero la cima del arte del fingimiento solo se alcanza dominando ambas estrategias con perfecta maestría”.
9. “El artista del fingimiento es flexible. Es capaz de nadar a favor o en contra de la corriente, según lo que le augure mejores resultados. Su principio es la falta de principios”.
10. “Todo artista del fingimiento conoce la contradicción a la que necesariamente se enfrenta. Por un lado, ejerce el más férreo control sobre sus emociones y se observa a sí mismo y a los otros con mirada fría; por otro, si quiere tener éxito, necesita cierta sobrevaloración de sí mismo y, con ello, cierto autoengaño”.
El hombre actual se comporta como antaño el cortesano, que era enemigo de los demás cortesanos y defendía su posición social con el veneno de la palabra atinada y el gesto malicioso camuflados de amabilidad, recuerda Soboczynski, quien se hace acompañar en su libro por moralistas como Baltasar Gracián.
“Estos pensadores no pretendían hacer progresar moralmente al ser humano, sino únicamente desenmascararlo; no pretendían mejorarlo, sino sólo comprender su red de coordenadas moral; no pretendían refinarlo éticamente, sino enseñarle a comportarse con astucia.
”Y eso mismo pretendemos nosotros. Para el hombre de nuestro tiempo. Pues si el mundo era duro entonces, duro sigue siendo hoy en día: basta echar un vistazo alrededor”.
Post scriptum:
No es cuestión de método
Está claro que sin el fingimiento, las mentiras piadosas y la hipocresía de los buenos modales sería imposible la comunidad de Homo sapiens, que en un reino de la verdad pura y simple sería inviable la convivencia. “… si llevásemos tan lejos la sinceridad —dijo Padilla—, habría que renunciar a la sociedad. Reflexionad, os lo ruego, sobre cómo se vive en la corte, y considerad si tengo o no razón. ¿Pueden los ambiciosos ser sinceros sin renunciar a la fortuna? ¿Serían amados los enamorados si lo fuesen siempre? ¿Acaso no dicen que suspiran sin cesar, que arden, que mueren de amor cuando nada de todo eso es verdad? (…) Escondemos el amor, el odio, la ambición, y solo mostramos aquello que creemos que puede agradar o ser útil. El mundo siempre ha vivido y siempre vivirá así”, advierte uno de los personajes de Madeleine Scudéry (1607-1701) en Sobre la mentira, el disimulo y la sinceridad.
En el péndulo de sus contradicciones, el hombre moderno no se ha ido al extremo temido por Padilla, sino al polo contrario, con las imágenes filtradas de Instagram, la posverdad, la “hipérbole verdadera” defendida por el presidente del país más poderoso del planeta, las fake news y el uso pernicioso de la inteligencia artificial generativa como muestras actuales de ello. Para el filósofo Julian Baggini, es esta una etapa indeseable que él cree temporal, “una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza”, superación a la que contribuirían la Historia, al mostrarnos cómo se ha usado y abusado de la idea de verdad, y la reflexión filosófica, que nos ayudaría a ver cómo debería ser aquella idealmente.
“La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla, retorcerla”, señala Baggini, para quien el problema esencial no es qué significa la verdad, sino cómo se establece y quién lo hace. Con este enfoque, en Breve historia de la verdad el filósofo examina diez tipos de verdad (desde la eterna de la religión y la basada en la autoridad del experto hasta la debida solo a la capacidad racional del hombre, la soportada en la evidencia empírica y la defendida por los relativistas, entre otras).
De su repaso, Baggini concluye que lo fundamental no es, como indicaría la intuición, contar con un método de investigación o hacerse con un conjunto de reglas que permitan establecer hechos, sino la actitud. “Establecer la verdad requiere ‘virtudes epistémicas’ como la modestia, el escepticismo, la apertura a otras perspectivas, espíritu de indagación colectiva, disposición a enfrentar el poder, deseo de crear mejores verdades y la voluntad de dejar que los hechos guíen nuestra moral”. Justo lo contrario a lo que hoy resulta más común: exceso de confianza, cinismo, individualismo superlativo, moral guiada por las tripas en lugar del cerebro…
He aquí, entonces, otro decálogo:
1. “Las ‘verdades’ espirituales no deberían competir con las seculares, sino considerarse una especie distinta de verdad.
2. ”Debemos pensar por nosotros mismos, pero no en solitario.
3. ”Debemos ser escépticos, pero no cínicos.
4. ”La razón exige modestia, no certeza.
5. ”Para ser más inteligentes debemos comprender la forma en que somos idiotas.
6. ”Las verdades necesitan ser creadas además de descubiertas.
7. ”Hay que buscar perspectivas alternativas, no como verdades alternativas sino para enriquecer la verdad.
8. ”El poder no dice la verdad; nosotros debemos decir la verdad al poder.
9. ”Para una mejor moral necesitamos mejor conocimiento.
10. ”Hay que entender la verdad holísticamente”.