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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Un colibrí en el pantano

Madama Sui, de Augusto Roa Bastos


 


 

“La niña, casi desnuda en su vestido rotoso, es de una hermosura salvaje. La cabellera enredada, endrina, revuela a sus espaldas. Corre, chista y llama al chico cazador sin que éste le haga el menor caso”. Es la hija del finado Don Romildo González, finquero de los alrededores del pueblo de Manorá, en el interior paraguayo, y de la también muerta Yoshima Yoshimaru Kusugüe, de la colonia japonesa del Guairá. A esta mujer solitaria y silenciosa, los lugareños la bautizaron doña Ceniza, porque su rostro y todo su cuerpo estaba cubierto por una finísima piel de minúsculas arrugas: era una de las víctimas sobrevivientes de Nagasaki. Cuando corretea detrás del niño que ha flechado una suindá, es una huérfana de trece años, que vive con su tía abuela sorda y casi muda. Va a la escuela del poblado y con sus compañeros de clase a la playa del río, donde le gusta que le hagan cosquillas hasta desfallecer de risa, hasta quedar muerta sobre la arena, deseo que los varones cumplen a placer porque aprovechan para manosear aquel cuerpo explosivo mientras las otras muchachas miran horrorizadas. Allí también baila desnuda la danza del vientre. “Saracutea esa chica todo el día con los muchachos aprendiendo su futuro oficio. Desde chica luego la hembra trae la marca de lo que va a ser…”, comenta un viejo. La criollita paraguayo-japonesa es más bella que todas y más osada que todos; resentidos por la diferencia, ellas la ven con desdén y ellos le hacen bromas obscenas. Solo uno la trata con respeto y gentileza, un niño callado que parece existir solo para ella y que será Él: su amor único e idealizado. La niña se llama Lágrima González Yoshimaru Kusugüe, pero la apodaron Suindá, como la lechuza que inmoviliza a sus presas con su chistido envolvente y sensual. Pronto, todos en el pueblo relegarán su verdadero nombre, para ellos será solo Sui y para los lectores de Augusto Roa Bastos, Madama Sui (1995).


Está comenzando la década de los 60 del pasado siglo y Sui, que ha cumplido quince años, se va a Villarrica a continuar sus estudios, tal y como lo dejó estipulado su padre en su testamento, cuyo albacea es el inmigrante italiano Ottavio Doria. Arquitecto, ingeniero, inventor, artista, había llegado a esa olvidada localidad paraguaya para trabajar en la Azucarera. Se casó con doña Estefanía, una beldad del lugar, y sentía un amor casto por Sui; su relación con aquella inocente de aire salvaje la comparaba más a la de Lewis Carroll con Alicia, que a la de Rodin con Camille Claudel, esclavizada sexual, artística y moralmente por la autoridad tiránica de su gran maestro. “¡Eres una obra maestra de la naturaleza! Vas a ser la mujer más hermosa del Paraguay. No sólo de esta pobre aldea que no te merece en absoluto”, le dice a su protegida y no se equivoca en su vaticinio.


En la ciudad, la adolescente se relaciona con el director de turismo, a quien acompaña a fiestas y citas sociales. Su exposición no pasa inadvertida para el hombre fuerte del país, el hijo de un inmigrante bávaro dedicado al negocio cervecero y de una criolla de la élite paraguaya que ejercerá el poder omnímodo por 35 años. Cuando Sui participa en el concurso de belleza del país, todo está decidido: que lo gane y que forme parte del círculo de hetairas de Alfredo Stroessner.


Al servicio del Gran Hombre solo se está una media de tres años. Frida Gräfenberg, ella misma licenciada después de dos años de servicios sexuales, es la encargada del funcionamiento del serrallo presidencial. Guía en todo a las novatas, desde los gustos y modos de tener sexo con el amo hasta la forma de vestirse, arreglarse el cabello y la dieta a seguir, específica para cada una según su constitución física. Las mujeres toman cursos de danza y de expresión corporal, y son sometidas a pruebas sicológicas por especialistas para determinar sus aptitudes artísticas e iniciarlas en consecuencia. Gräfenberg es sobrina del sexólogo alemán descubridor del Punto G y comienza sus lecciones eróticas por ahí, explicándoles el mecanismo y la fisiología de esa perla negra, “el más activo estímulo de los desbordes amorosos”, con gráficos y experiencias prácticas, complementados con la lectura de los tratados clásicos del arte de amar. Además, leen literatura y repasan libros de arte, ven películas escogidas y escuchan piezas de la música culta y del repertorio popular. Las amantes del dictador viven en mansiones, con servidumbre, chofer y salarios de ministros de Estado. Hasta la de Sui llegan profesores nativos y extranjeros para sus estudios sobre arte, civilizaciones antiguas y lenguas: además del japonés, que habla como lengua materna, aprende inglés, francés e italiano.


La chiquilla pueblerina se convierte en una refinada cortesana, en amante secreta de Gräfenberg y en la preferida del dictador, con quien viaja en una misión oficial a Japón. En el país de su madre, el protocolo diplomático nipón le reserva el tratamiento de primera dama, sin hacer preguntas sobre esa joven a la que el presidente visitante le triplica la edad. Están maravillados por el porte y la belleza de esa compatriota venida del otro lado del mundo, un ángel, un colibrí suramericano que congrega multitudes a la salida del hotel y obliga a que Stroessner y su comitiva salgan por puertas de servicio o de emergencia. Visita las ciudades arrasadas por el hongo atómico: “Un ángel paraguayo sobre las ruinas de Hiroshima y Nagasaki”, titula uno de los principales periódicos nipones, mientras las imágenes de Sui con su túnica blanca caminando entre las zonas arrasadas y aún no reconstruidas tienen a los paraguayos pegados a sus televisores. Como una muestra de su favoritismo, el Gran Hombre le permite quedarse un año en Japón para impulsar el intercambio cultural bilateral.


Sui vuelve a Paraguay cuando ya se acerca el final de su reinado. No tiene los tres años reglamentarios dictados por los caprichos y complejos del poderoso mandatario, pero antes de aquel viaje al Lejano Oriente ha cometido la indiscreción de hablarle a Gräfenberg de Él, del amor eterno de su vida, que milita en la resistencia contra la dictadura. Se separaron a los 15 años, cuando ella partió para Villarrica y él se unió a la oposición. En esa despedida, él le entregó su camisa como recuerdo: la que llevaba puesta cuando flechó a la suindá y se manchó de sangre por los arañazos de los matorrales de zarzas espinosas entre los que buscó al ave herida. Si algo desea ella, es reencontrarse con Él. La alemana, graduada en Ciencias Físicas y Matemáticas por la Universidad de Heidelberg, formó parte del secretariado técnico privado de Hitler, tiene una asombrosa inteligencia y una sorprendente capacidad de organización: no solo rige el circuito prostibulario presidencial, sus funciones abarcan también el aparato de inteligencia del Estado. Su problemático vínculo con un subversivo es probablemente la causa de su licenciamiento inminente, del cual ha tenido señales a su retorno, pero de momento no hay ninguna represalia por ello, solo el recorte temporal. Como todas a su retiro, tiene prometido cinco mil leguas de tierra y una significativa cantidad de dinero. Cuando va a reclamar la finca, el escribano del Gobierno le rompe el papel en la cara, otro tanto hace ella con el cheque por cincuenta mil dólares por “dos años de servicio en la secretaría privada de la Presidencia” que encuentra en la bandeja del correo.


“¿Es tan corta la distancia entre la inocencia total y el completo envilecimiento? ¿O es que sencillamente no se interfieren y se complementan entre sí?”. Eso se pregunta el signore Ottavio al recordar la vida de su adorada protegida. Sui era de un candor genuino, pero al mismo tiempo había intuido que la seducción y el disimulo eran las armas para utilizar al hombre, no solo para evitar que abusara de ella, sino también para rebelarse contra un mundo hecho a su medida y en el que la mujer, por el solo hecho de serlo, está en desventaja. Para esa defensa y rebelión, de las que acaso no fuera del todo consciente, no contaba más que con el donaire de su cuerpo y el sexo. O acaso Sui fue del oficio sin realmente serlo porque hundirse en la degradación del comercio carnal, en Villarrica primero y después para el dictador, fue el oscuro reverso de estar enamorada de una ausencia, de un amor tan arraigado en ella que la esterilizó para cualquier otro sentimiento. Yo seré prostituta hasta que pueda unirme con él, cuenta el italiano que le confesó cuando se vieron por última vez.


Todo esto se lo dice a un escritor. Fue compañero de Sui en la escuela, ha regresado del exilio y está interesado en contar la historia de esa preciosa muchacha. Lo entrevista cuando el signore Ottavio es un viejo que casi no sale de su casa y que hace años perdió a su esposa en un accidente de tránsito. Apenas vivirá un mes más después de aquellas conversaciones, a las que accedió con reticencia pero que necesitaba para desembarazarse del recuerdo de Sui, “suficiente para matar a un hombre”. Para ese entonces, en el pueblo la siguen mencionando como la “gringa”, la hija de la japonesa, la mujer maléfica y de mala fama que avergonzó a Manorá, a donde regresó a vivir tras su licenciamiento, pero es ya como hablar de una leyenda. Su casa, de estilo oriental en la cima de la Colina de las Cabras, fue arrasada por un incendio sin que allí, ni en ningún otro sitio, fuera encontrado el cadáver de Sui. Tampoco hay evidencia de que Ottavio haya hecho una escultura de ella desnuda que habría terminado en el Museo de Arte Moderno de Asunción. Sí está aún la escuela que el italiano diseñara y construyera por disposición de Sui, quien dedicó a ello la herencia paterna. Pero ninguna certeza de la existencia de Él: ¿fue el único sobreviviente de la fuga de la cárcel capitalina, el hombre que en su huida regresó a Manorá y para evadir a sus perseguidores se entregó a la hoguera del tarumá grande a la orilla de la laguna, al fuego que arde en ese árbol desde que le diera un rayo?


Ottavio le había entregado al escritor los cuadernos en los que Sui pergeñó su autobiografía, 20 en total, tantos como los años que vivió. En retribución, sobre la mesa, la última vez que hablaron, él le dejó la cerbatana con la que de niño, un día de mucho sol, en medio de una oscuridad blanca, cazó una suindá.


Post scriptum:


Yo el Prostituyente


Aparte de su propósito de reunirse con Él, no había en Sui nada premeditado. “Mi manera de tener es no pedir. Mi manera de encontrar lo que deseo es no buscar”, le dice a Gräfenberg en sus primeras confidencias. Fue el azar esa constante de su vida, junto con la soledad, el desamparo y la natural alegría que le permitía reponerse con prontitud de las heridas causadas por sus “malos pasos” el que la llevó hasta el círculo de amantes pagadas del Gran Hombre. Por sus lecturas de civilizaciones, quizá llegó a saber y sentir que el suyo era un estatus como el de las prostitutas de clase alta en la Grecia clásica. “Inteligentes, cultas, exquisitas, educadas en las artes y las ciencias, solían ser las compañeras de los hombres importantes de la polis y eran valoradas no sólo como compañeras sexuales, sino como compañeras intelectuales o emocionales”, escribe la activista feminista española Beatriz Gimeno en su libro La prostitución. Aportaciones para un debate abierto. En otras culturas antiguas orientales, como en la China de la dinastía de los Tang y en el Japón de sus antepasados más remotos, ocurría igual. “Por ejemplo, en la sexualmente rígida sociedad japonesa, los matrimonios políticos, los estrictos códigos de honor y la estrecha masculinidad hacían que los hombres no pudieran encontrar placer sexual ni emocional en el matrimonio. Los hombres de clase alta se enamoraban, como muestra la literatura japonesa clásica, de las extraordinariamente inteligentes y cultas prostitutas”. En esas sociedades misóginas, las mujeres del oficio que se relacionaban con las élites eran libres y algunas llegaron a ser muy ricas e influyentes, pero siempre fueron estigmatizadas: el honor y la respetabilidad estaban reservados para las esposas, mujeres reducidas al rol de madre y amas de casa, como Eligia Mora, con quien Stroessner se casó en 1947 y tuvo tres hijos, además de adoptar a una niña.


En cambio, resulta improbable que Sui alcanzara a comprender el sentido y alcance del oprobioso mecanismo del que formó parte y que fue ideado por el amo un hombre a quien apreció por su discreción y por el que sintió una infinita compasión como una banda de garantía para su poder. “Lo tremendo, lo verdaderamente trágico en el destino de Sui, es que ella resultó ser la víctima propiciatoria en la estrategia de degradación del país”, le explica el signore Ottavio al novelista. “El dictador omnímodo encontró en la prostitución de la mujer el elemento primario, el más vulnerable pero también el más eficaz, para promover la corrupción generalizada de toda la sociedad (…) El dictador, de sangre extranjera, aplicó el método de usar y explotar la enorme pero inerme potencia social de la mujer, prostituyéndola por la vía sexual y sometiéndola a su servicio, como siempre había sucedido desde la llegada de Colón. Esta corrupción es el mejor aliado, la punta de lanza, el incontestable sostén del régimen unipersonal, basado en la desintegración del país (…) El pensamiento diabólico del dictador, ante el fracaso y derrota de las ideologías totalitarias, ha sido el de ‘reconstruir’ este país como un falansterio de hetairas y de eunucos”.


Aun después de su retiro del gineceo del dictador, las mujeres continuaban orbitando en su sofisticado universo prostibulario. Ahora eran madres y esposas respetables, con prestigio social y empresarial, que fungían como informantes, realizaban otras tareas honorarias para Stroessner o eran sus socias en diversos negocios. Sus mansiones servían como “dormideros” de emergencia o para despistar sobre el paradero nocturno del gobernante. La alemana le cuenta a Sui que son sus “ñatas leales”, cuyos nombres, teléfonos y direcciones constituían un secreto de Estado: eran las antenas femeninas periféricas del aparato de inteligencia del régimen.


Sui dijo o escribió que se sintió libre cuando rompió el cheque por cincuenta mil dólares, recogió todo lo que era verdaderamente suyo y abandonó la mansión para regresar a Manorá. Era 1967 y si ella desplegaba entonces las alas como el ave a la que debía su apodo, las del país permanecerían atadas por la represión, el miedo, las corruptelas y el uso sistemático del viejo oficio por dos décadas más, hasta 1989, cuando el general Andrés Rodríguez, consuegro y más estrecho colaborador del Gran Hombre, encabezó un golpe de Estado.

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