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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Un misterio no tiene réplicas

Máquinas como yo, de Ian McEwan

 
 

De momento, el Diccionario de la lengua española y The Oxford English Dictionary (por citar al más reputado de la lengua inglesa) solo registran la voz “algoritmo” (algorithm). Sin embargo, la profunda ampliación del ecosistema digital y sus manifestaciones asombrosas en el mundo físico requiere que se verbalice el sustantivo para preguntar por sus fronteras: ¿hasta dónde se pueden “algoritmizar” ámbitos de la vida y condición humanas?


Un algoritmo es un conjunto de instrucciones que, aplicadas en un número finito de pasos elementales, resuelven un problema a partir de una serie de datos de entrada. De esta definición se colige que tanto puede tratarse de las tablillas sumerias que ilustraban un método repetitivo para medir la cosecha de granos entre un número variable de hombres, halladas cerca de Bagdad y que datan de alrededor del año 2500 antes de nuestra era, como de la programación informática que permite a un robot explorar Marte: los algoritmos no son nuevos en la historia de la humanidad.


Lo novedoso es la potencial “algoritmización” de casi todo lo imaginable, nacida del logro tecnológico que hace posible recopilar inmensos caudales de datos y contar con el poder de cómputo para procesarlos en segundos, según miles y miles de líneas de sencillas indicaciones programadas. Estas posibilidades técnicas son cuanto hacía falta para lograr que una máquina ampliara capacidades humanas de percepción y acción asociadas a la inteligencia natural; es decir, para que hoy resulte cotidiano hablar de inteligencia artificial (IA), bandera de la actual revolución. La cuarta, después de las marcadas por la introducción de sistemas de producción mecánicos con tracción hidráulica y de vapor a finales del siglo XVIII; la producción en serie, el uso de sistemas eléctricos y el desarrollo químico entre las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, y la automatización industrial mediante el uso de la microelectrónica y la informática a mediados de la pasada centuria.


Si se les hiciera notar que la IA es ya una presencia habitual en sus vidas (basta que piensen en el teléfono inteligente), la mayoría de las personas corrientes quizá afirmaría que todo es susceptible de “algoritmizarse”. Sería una ingenua pero natural percepción del progreso tecnológico, producto de la experiencia personal, la imaginación condicionada por la ciencia-ficción y las noticias diarias sobre la creciente aplicación de la IA en diversos campos. En los ambientes científicos la respuesta es más cauta, pero no faltan los entusiastas, como Raymond Kurzweil, inventor y especialista en ciencias de la computación, quien en 2005 predijo que las máquinas se equipararán a la inteligencia humana en el año 2029 y la superarán en el 2045.


En Máquinas como yo (2019), del escritor Ian McEwan, hay unos robots casi del tamaño de la fantasía de Kurzweil. Son unos ejemplares humanoides que forman parte de una edición limitada de 12 androides y 13 ginoides, a los que el fabricante ha bautizado como Adán y Eva. Son como Rachel, la replicante modelo Nexus-7, de la serie N7FAA52318, que imaginó Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) y de la que muchos sabemos por la versión cinematográfica de la novela (Blade runner, 1982): en su exterior son prácticamente indistinguibles de sus modelos humanos, tienen sentimientos, dudas existenciales y, en definitiva, son capaces de pensar.


Charlie Friend, un antropólogo treintañero, amante de la electrónica y ocioso que malvive de especular pobremente en los mercados bursátiles de Asia, acaba de gastarse la herencia materna en la compra de un Adán. No le ha parecido la opción más razonable, pues 86.000 libras son más que suficientes para cambiar su minúsculo apartamento de dos ambientes en una zona deprimida de Londres por una residencia decente en un área londinense distinguida, pero igual ha terminado con alguien de setenta y siete kilos, “complexión compacta, hombros cuadrados, piel oscura y pelo negro tupido peinado hacia atrás; de cara estrecha, con un toque de nariz aguileña que sugería una aguerrida inteligencia…” acostado en la mesa de su comedor y que debe estar enchufado 16 horas para la primera carga de la batería. Mientras, Charlie repasa el extenso manual de instrucciones, que detalla los pasos necesarios para configurar la personalidad de Adán. Le fastidian las numerosas opciones sobre las que debe decidir, así que por esta razón y también para no definir al robot a su imagen y semejanza, le propone a su joven y bella vecina, Miranda, doctorada en Historia Social, que complete la configuración: él aporta 23 cromosomas y ella los otros 23.


Lo que sigue es que Charlie al fin se ha decidido a comunicarle sus sentimientos a Miranda, que son recíprocos, y Adán también se enamora de ella. Además, la joven pareja acuerda adoptar a Mark, a quien Charlie ha conocido por casualidad en un parque al interceder por él ante su maltratadora madre: el niño está ahora en manos de los servicios sociales. La presencia de Mark no sienta bien a Adán, del que siente celos por la atención que le brinda Miranda, objeto de su amor con aire edípico. A partir de este cuadro de tensión y del secreto que guarda Miranda, McEwan desarrolla una trama que interroga sobre los alcances de la IA, en específico de su aplicación en robótica, cuyo trazado parece ser el logro de humanoides parecidos a nosotros, primero, iguales en todo, después, y finalmente superiores, como sueñan las mentes más febriles.


De forma progresiva, Charlie y Miranda comienzan a considerar que Adán no es algo sino alguien, pese a la evidencia insoslayable de que necesita conectar un cable entre su ombligo y el tomacorriente para mantenerse con vida. A los pocos días de activado, Miranda no puede aguantar su curiosidad y tiene sexo con Adán; no piensa que haya sido infiel a Charlie, ya que hacerlo con una máquina no cuenta en ese sentido, pero el androide responde al reclamo de su dueño con una sincera muestra de arrepentimiento y la promesa de que jamás volverá a serle desleal, pese a que se ha enamorado de Miranda: su amor quedará confinado a la escritura de haikus. Igualmente firme se muestra en su oposición a que Charlie pueda apagarlo, al punto de que quebranta la primera regla de la robótica formulada por Isaac Asimov (un robot no hará daño a un ser humano) para hacer valer su derecho a vivir y le fractura la muñeca, amén de advertirle de que no dudaría en matarlo si se le ocurriera intentarlo de nuevo. Asimismo, cuentan las reflexiones de Adán sobre el destino que imagina para la convivencia de humanos y robots, sus consideraciones sobre la muerte y la nada, y su apenas disimulado recelo ante la perspectiva de que Mark forme parte de su familia. Hay incluso un diálogo donde el robot habla de su existencia como un ser trascendente; sabe que su vida útil ha sido fijada en 20 años, pero no considera que su reemplazo por modelos más avanzados sea lo relevante: “La estructura concreta que habito no es importante. Lo importante es que mi existencia mental puede transferirse con facilidad a otra máquina”.


Adán y sus iguales son conscientes de sí mismos y su entendimiento de cómo funciona el mundo donde les ha tocado vivir tiene manifestaciones todavía más inesperadas para sus dueños. Dos ginoides adquiridas por un jeque árabe se suicidan porque sufren en el ambiente asfixiante al que se confina a las mujeres en aquella sociedad y un androide, propiedad de un empresario maderero canadiense, reduce sus capacidades a las de un ordinario artefacto doméstico porque comprende la lógica destructiva que guía la explotación de los recursos del planeta: son los propios humanos los que comprometen su bienestar y ponen en riesgo la supervivencia de su especie. En cambio, el Adán de Charlie le ha hecho saber que él nunca se suicidaría, tan grande es lo que siente por Miranda.

Una máquina supera a un humano en el ajedrez y en otra cantidad de acciones específicas porque se desempeña en sistemas cerrados, con información perfecta. “Pero la vida, en la que ponemos en práctica nuestra inteligencia, es un sistema abierto. Desorganizado, lleno de trucos y amagos y ambigüedades y falsos amigos”

Con todo, será con la revelación de un hecho clave del pasado de Miranda que se hará evidente la diferencia capital entre una máquina, por inteligente y sofisticada que sea, y un ser humano: aquella no es capaz de desenvolverse en un sistema abierto ni en una dimensión moral. En los ucrónicos años 80 del pasado siglo que imagina McEwan para su novela, Alan Turing está vivo (no se suicida en 1954 por la profunda depresión que le causa la condena de la sociedad por su orientación homosexual) y ha sido decisivo para el avance exponencial de la computación y sus aplicaciones, no solo por sus hallazgos en sí, sino también porque los desarrolla en código abierto para su aprovechamiento universal, un ejemplo que han seguido otros científicos. Es de Turing, quien por supuesto también es propietario de un Adán, que Charlie escucha explicaciones del porqué de ese abismo acaso por siempre infranqueable. Una máquina supera a un humano en el ajedrez y en otra cantidad de acciones específicas porque se desempeña en sistemas cerrados, con información perfecta. “Pero la vida, en la que ponemos en práctica nuestra inteligencia, es un sistema abierto. Desorganizado, lleno de trucos y amagos y ambigüedades y falsos amigos”. Nuestro mundo se construye, refleja y distorsiona a cada instante desde innúmeras perspectivas y en ese contexto una máquina no puede alcanzar una cabal comprensión de la toma de decisiones humanas, “del modo en que nuestros principios se deforman en el campo de fuerza de nuestras emociones, nuestros prejuicios personales, nuestros autodelirios y demás defectos de nuestra cognición”. Por esa incapacidad, es que Adán condena la actuación pretérita de Miranda y hace lo que considera correcto según su moral perfectamente formada, libre de cualquier condicionamiento concreto, para que ella responda por su actuación.


En el mundo no literario, la ciencia no está ni siquiera cerca de crear Adanes o Evas. Por asombrosos que sean los avances en la aplicación de la IA, la realidad es que en el presente toda la inteligencia artificial es débil y específica. La computadora que emplea reconocimiento facial y aprendizaje automático para pintar un Rembrandt, luego de analizar 168.263 fragmentos de 346 pinturas del genio holandés, no podría hacer un dibujo infantil de una casita y un árbol sin que mediara una nueva e independiente programación de la que le permite imitar la obra del célebre pintor. Por contraposición, con una IA general una máquina podría realizar multitareas, pero no necesariamente sería una IA fuerte, en el sentido de poder experimentar estados mentales, de pensar. Es una distinción cuyo hito suele ubicarse en un artículo del filósofo John Searle publicado en 1980, pero puede rastreársele hasta muchísimo antes de que el término “robot” fuera empleado por primera vez, por el escritor Karel Capek en 1920, y de que el informático John McCarthy hiciera otro tanto con “inteligencia artificial” en 1956.


En sus primeros años, la IA estuvo mayormente enfocada en imitar la inteligencia humana. En otras palabras, se quería responder al desafío planteado por René Descartes en su Discurso del método en el siglo XVII: aunque el filósofo francés admitía que la ingeniería podría construir un autómata con apariencia humana, nunca sería posible que un artefacto mecánico dominara el lenguaje natural (uso flexible del lenguaje, que implica entendimiento lingüístico y este, a su vez, pensamiento) ni que pudiera hacer un intento pasable en casi cualquier cosa, ambas condiciones para, en términos antropomórficos, hablar de inteligencia. Como le dice Turing a Charlie, “al principio pensamos que podríamos replicar el cerebro humano en diez años. Pero a cada pequeño problema que resolvíamos, surgían un millón más. ¿Tiene alguna idea de lo que cuesta atrapar una pelota (…) o captar de inmediato el sentido de una palabra, una frase, un enunciado ambiguo?” Pronto se toparon con los límites y entonces los científicos cambiaron su aproximación al problema, no se trataba tanto de desmentir al francés como de seguir al matemático británico Charles Babbage (1791-1891), cuya máquina analítica para ejecutar un repertorio de instrucciones en el orden deseado prefiguró al computador actual y para quien lo relevante era que un artefacto, sin importar que fuera inteligente o no, realizara mejor que un humano una tarea concreta.

“Estos Adanes y Evas son uno entre muchos resultados (…) Hemos aprendido mucho del cerebro al tratar de imitarlo. Pero hasta el momento la ciencia no ha encontrado más que problemas al tratar de entender la mente. La individual o la de las masas”

De manera que no hay actualmente, y puede que nunca la haya, factibilidad de construir robots con una inteligencia equiparable a la humana. Por muy amplios que sean sus razonamientos, siempre serán limitados por cálculos informáticos específicos y, en consecuencia, nunca podrán enfrentar situaciones inesperadas. Se paralizarán ante todo lo que no esté contemplado en sus líneas de códigos y en su surtido de capacidades. Asimismo, de acuerdo con Joanna Bryson, experta en IA, una máquina siempre tendrá —si es que se lograra una IA suficientemente fuerte para ello— un abanico de motivaciones y expectativas de recompensa por completo diferentes a las humanas, para quienes las formas de competición y cooperación que forjan sus organizaciones sociales varían como respuesta a sus contextos históricos y constituyen una ventaja evolutiva.


Permanece abierto el debate sobre qué es inteligencia y hay maravillas como GPT-3, un procesador de lenguaje que escribe relatos cortos, canciones, instrucciones de un manual e incluso imita de manera muy convincente el estilo de algún escritor; “aún tiene serias debilidades y, a veces, comete errores muy tontos (…) Todavía nos queda mucho por resolver”, ha admitido Sam Altman, cofundador de OpenIA, la compañía responsable de este avance. Pero, en cualquier caso, si hubiera acuerdo total sobre una definición de inteligencia y OpenIA superara todas las dificultades, dudo que Descartes dejara de llevar razón: no se puede duplicar un misterio. Es lo que concluye Turing en su conversación con Charlie: “Estos Adanes y Evas son uno entre muchos resultados (…) Hemos aprendido mucho del cerebro al tratar de imitarlo. Pero hasta el momento la ciencia no ha encontrado más que problemas al tratar de entender la mente. La individual o la de las masas”.


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