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Foto del escritorFrancisco Vallenilla

Variaciones de un malentendido

Sylvia, de Leonard Michaels, y otras obras sobre uniones, rupturas y permanencias


 


 

Introducción


Ambrose Bierce, en su columna “Prattle”, de la revista The Argonaut, del 14 de septiembre de 1878*:


“A continuación siguen unas muestras de definiciones de un diccionario sin publicar para el cual (en nombre del autor) estoy dispuesto a recibir suscripciones:


Amor, locura que se comete al tener demasiada buena opinión de alguien antes de saber nada de uno mismo.

Noviazgo, tímidos sorbos que dan dos almas sedientas a una copa de vino que ambas pueden vaciar fácilmente pero ninguna está en condiciones de rellenar.

Matrimonio, estratagema femenina para imponer el silencio y mediante la que una sola mujer protege el buen nombre de otras doce.

Divorcio, reanudación de las relaciones diplomáticas y rectificación de las fronteras”.


/* Citado por Ernest Jerome Hopkins en su introducción a El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce. Galaxia Gutenberg, 2005.



Matrimonio (1972)*


Quizás sea pronto, pero yo me quiero casar. Tú eres la mujer que yo quiero llevar al altar. Te quiero y yo sé que tú me quieres a mí, serás muy dichosa

y yo seré muy feliz.

/* Adaptación del cantautor venezolano Rudy Márquez de la canción de su homólogo irlandés Gilbert O’Sullivan (1971). Interpretación: Tres Tristes Tigres (Venezuela).



I


Ante el abismo se puede sentir tanto miedo a caer como tentación de saltar. Esto último fue lo que hizo él y el precipicio se llamaba Sylvia Bloch, una joven de diecinueve años. “Sylvia era esbelta y bronceada. La melena le llegaba hasta casi el final de la espalda. El largo flequillo le ocultaba los ojos, con lo que parecía tímida o recatada y también de estatura menor que la media. Medía un poco menos de un metro setenta. Sus ojos, negros como su pelo, eran ágiles y brillantes. Tenía un cuello fino y largo, hombros anchos, caderas finas, muñecas y tobillos delicadamente modelados”. Una belleza que, además, era muy inteligente, como le advirtió su amiga Naomi Kane, en cuyo apartamento de Greenwich Village —un cuchitril frío, donde reinaban el desorden y las cucarachas— la conoció.


Era 1960 y él estaba de vuelta en Nueva York después de un doctorado inconcluso en Berkeley. Ese primer día en casa de Naomi, él y Sylvia hicieron el amor. Quedaron idiotizados por la intensa emoción que sintieron. “Nos habíamos conocido hacía menos de una hora y, sin embargo, en la plenitud de aquel momento parecía que siempre hubiéramos estado juntos”. Aunque atontado por esta poderosa ilusión, registró el procedimiento expedito con el que Sylvia finalizó la relación que tenía en ese momento (el traje de baño que su novio, un italiano del barrio, pasaría a recoger esa noche lo colgó del pomo de la puerta de entrada del apartamento y después volvió a la cama) e incluso se preguntó si lo mismo habría de pasarle a él: seguro que sí. Sin embargo, decidió dar un paso adelante. “Nos miramos de nuevo, renovados por el drama de la traición, y volvimos a hacer el amor”.


Lo seguirían haciendo en los próximos años, allí y en otros lugares: serían los momentos de calma entre las tempestades cotidianas de su vida en común, que incluían gritos, destrozos de cosas y lanzamientos de otras, como la propia máquina de escribir, una Olivetti Letera 22, que ella le había regalado para ayudarlo en su aspiración de ser escritor y que un día casi le estampa en la cara. “Con frecuencia las peleas comenzaban sin avisar. Yo había dicho algo corriente y neutral, pero Sylvia se ponía rígida de pronto y me miraba fijamente…”. Era como caminar a ciegas: “Primero había un insulto inadvertido y después una irritación desproporcionada”. ¿Qué le pasaba a esa chica, que siempre se sentía abandonada, excluida, sola, enfadada; que no había sentido nunca un orgasmo y se imaginaba que todos los amigos de él, salvo unos pocos, eran sus enemigos; que creía tener la nariz un milímetro más larga de lo ideal y cuando le gustaba una prenda de vestir la llevaba varios días seguidos, sin quitársela ni para dormir? A Sylvia le parecía violento e innecesario acudir a un psiquiatra, pero él sí lo hizo, no una sino dos veces, y ninguno de los dos diagnósticos dejaba lugar a dudas: la suya era una relación de vampirización mutua, dijo la primera especialista; hay que ingresarla de inmediato, dé su autorización y yo me encargo del resto, le aconsejó el segundo.


En lugar de internarla o abandonarla, se casó con ella. “Pronto iba a llamarla mi esposa. Esa anticuada palabra volvería nuestra vida correcta, aceptable. Las cosas cambiarían, creía yo, aunque nuestras peleas se habían vuelto tan horrorosas, que la pareja homosexual que vivía en frente de nosotros no nos saludaba”. Casarse le llegó a parecer más esencial que escribir, la familia, los amigos y la literatura, que todas las cosas que le importaban y que a ella la hacían sentir abandonada. “Era difícil, de momento en momento —al caminar, hablar, reír, cagar— no decir o hacer algo que hiriera a Sylvia”.


Después de que al fin se separaran y él se mudara a Michigan para continuar sus estudios, ella le preguntó si le gustaría intentarlo otra vez. “Parecía una persona diferente, ya no la Sylvia tímida, patológicamente sensible y explosiva, la que parecía atractiva a los hombres y, sin embargo, se sentía repulsiva”. La caída al vacío duró cinco años y hubiese podido prolongarse mucho más, si el propio abismo no hubiera desaparecido.


(Sylvia, [1990], de Leonard Michaels)



II


A Graciela le llevó veinticinco años comprender que, por principio, se debe desconfiar de cosas que nos hacen felices. Se fijó en un joven de rulos dorados, pelo largo, barba de tres días y dieta vegetariana: el renegado de una familia de alta alcurnia en pleito con el mundo, que malvivía como ella y todos los demás en el barrio Las Brisas. “Otra habría sido mi suerte si hubiera tenido su virtud de ver las cosas antes de que sucedieran, como si la vida fuera de vidrio”, se lamentaba al recordar que su madre le advirtió sobre aquel simpático joven y, de hecho, hizo todo lo posible para evitar que se vieran. “Ese muchacho tiene dos caras: la que nos muestra a nosotras, que ya no es buena, y la otra, que debe ser peor”. Pero la rebeldía juvenil y el fuelle de la prohibición, que aviva el fuego del deseo por lo negado, se conjuraron para que Graciela se enamorara y se embarazara.


Cuando aquel chico con apariencia de ángel de la guarda, hijo único, hizo las paces con su familia tras la muerte de su padre y cambió el hambre y las humillaciones de la pobreza por la vida despreocupada en una mansión, llevándola con él en ese salto del excusado pestilente al baño de mármol, Graciela quiso ponerse a su altura, ser digna de él. Había estudiado gracias a los sacrificios de su madre y en la universidad vio el camino para no desmerecer a alguien cuyo padre y abuelo habían sido tratados con el título de marqués. Se doctoró cuatro veces y en menos de un lustro aprendió a hablar francés e inglés. Lo amaba y cuando su propia suegra le previno que él llevaba tiempo de amores con una actriz de medio pelo, prefirió no creerle: “Ten cuidado, hija, estás confundiendo el orgullo con la dignidad, y eso suele ser funesto en estos asuntos”.


Si había dicho basta aquella noche, cuando estaban por recibir a políticos, empresarios, gente del espectáculo y, en fin, a todo el que tenía un nombre relevante en la ciudad para la fiesta de celebración de sus bodas de plata, no había sido —al menos no por completo— porque madre y suegra hubieran tenido razón. Graciela se había acomodado a las infidelidades de su esposo (“No me importa con quién te acuestes, a condición de que no sea siempre la misma”) y se había acostumbrado a hacer muchas cosas en soledad, refugiándose en cines, museos, bazares y tertulias en círculos culturales, pero ya llevaban dos años y dieciocho meses sin tener sexo y no podía seguir ignorando que la pelandusca de vodevil era la amante única. Graciela se marchaba porque quería seguir buscando el amor y esquivar la suerte mezquina que le había dado todo menos eso, en una perversa inversión de sus primeros años, cuando aún vivían en el barrio y eran felices por lo que no tenían, pero se amaban.


No ha de faltar el hombre —le dijo a su marido, que había estado sentado todo el tiempo leyendo el periódico mientras ella iba puntuando el repaso amargo de su vida en común con la escogencia del vestido que luciría en la fiesta y el maquillaje de su rostro— que la ame de sobra, “que aun en las tinieblas exteriores o en los finales más ciegos sepa siempre que soy yo la que está con él, y que soy yo y ninguna otra la única que fue mandada a hacer sobre medidas para hacerlo feliz y ser feliz con él hasta la puta muerte. Y si no lo encuentro, no importa. Prefiero la libertad de estarlo buscando hasta siempre que el horror de saber que no existe otro a quien pueda querer como solo he querido a uno en esta vida. ¿Sabes a quién? (Le grita cerca): A ti cabrón”.

(Diatriba de amor contra un hombre sentado [1994], de Gabriel García Márquez)



III


John Webster es un hombre sereno y metódico. Casado, con una hija adolescente y hasta cierto punto temeroso de Dios, es dueño de una fábrica de lavadoras que ha heredado de su padre y que ha sabido mantener a flote con buen juicio. Es un hombre común y razonable, como tantos otros de la ciudad de Wisconsin donde vive. Pero un día, en su oficina, lo asalta la extraña sensación de que ya no es el mismo, “sino algo nuevo y bastante insólito”. Lo que ha ocurrido, aunque de momento no puede entenderlo, es que le ha nacido la pasión de querer comprender las cosas. “En qué mundo había vivido y qué poco había buscado comprenderlo”, se asombra.


De pronto, ha caído en cuenta de que, como la mayoría, ha estado considerando que la vida es una especie de accidente, que las cosas ocurren y la gente es arrastrada, nada más. Él es un claro ejemplo y por eso forma parte de un matrimonio insustancial, con una mujer que ha sido alta y esbelta, pero ahora ha engordado como el ganado dispuesto para el matadero, además de tener una mente cerrada a todo lo que en verdad importa: “Cuando la gente no vive, muere, y cuando están muertos, tienen apariencia de muertos”. Por una combinatoria de inusuales circunstancias, una tarde entró desnudo a una habitación donde una mujer estaba asimismo desnuda y en su mirada creyó ver una respuesta, porque ella no se asustó ni se sorprendió en absoluto (“Ojalá hubiéramos sabido cómo vivir de acuerdo con ese momento”, se lamenta). Ese instante de comunión fue suficiente para que él, en febriles cartas, construyera un mundo de irrealidades, para que se contara una mentira y le propusiera casarse. Ha resultado una unión asfixiante, que sobrelleva respirando de cuando en cuando entre las piernas de mujeres anónimas en las ciudades que visita con el pretexto de vender sus máquinas.


Para alguien ajeno a la reflexión como Webster, quien por años se ha comportado como una pieza más en la maquinaria anónima de la existencia, no deja de ser perturbadora la idea de verse convertido de repente en un acucioso investigador de la cara poética de la realidad: hay algo “sacrílego en aquello de definir la vida con demasiada exactitud”. Pero no está dispuesto a seguir aceptando obstáculos en el camino de una aceptación amplia del vivir. “La verdad es que me estoy encargando de la labor de traer de algún modo gracia y significado a mi vida”. Con ese propósito toma la decisión de fugarse con Natalie, su asistente, quien por su parte también ha llegado a la resolución de rehacer su vida lejos de la tirana y borracha de su madre, aunque no se sabe si siguiendo el mismo hilo de razonamientos de su jefe.


Webster ha podido hacer la maleta y avisar a esposa e hija que se marcha, sin más. Les deja la casa, la fábrica y el poco dinero que se lleva es para comenzar de nuevo en otro lugar. Sin embargo, bajo el dominio de su nuevo espíritu reflexivo y deseoso de advertir a su hija —para nada piensa en su mujer— que “hay una especie de perpetuo rechazo de la vida”, que “los hombres y las mujeres por igual malgastan su vida entrando y saliendo de casas y fábricas, o poseen casas y fábricas y viven su vida y se encuentran al final frente a la muerte y el fin de la vida sin haber vivido en absoluto”, organiza una pequeña ceremonia. En su habitación —que por una puerta comunica a la de su esposa y por otra a la de su hija— enciende velas y coloca una imagen de la Virgen, y aguarda desnudo a que ambas entren para compartir sus reflexiones. En los últimos días ha vivido con mayor plenitud que en todos los años anteriores: “Uno podía derribar todos los muros y verjas y entrar y salir de muchas personas, convertirse en muchas personas. Uno podía convertirse por sí mismo en una ciudad entera llena de gente, en una ciudad, en una nación”.


En su caso, una posibilidad es ser otro transformándose en escritor, viejo anhelo que yace bajo la fábrica de lavadoras. Otra, contraria a la disrupción aunque asimismo posible, es que siguiera siendo el mismo John Webster que hasta ahora con otra mujer. ¿Qué sabe él de Natalie? Según su renovada imaginación, ella es como una casa limpia y pura, pero apenas si ha tenido ocasión de entrar y recorrerla. ¿No se ha precipitado, como cuando escribió aquellas fantasiosas cartas a la chica desnuda? “La vida es la vida, y siempre existe la posibilidad de descubrir otras maneras de vivirla”, se dice para recobrar el valor.


(Muchos matrimonios [1923], de Sherwood Anderson)



IV


El amor es al matrimonio lo que la batería a los carros de combustión interna: sirve para ponerlo en marcha, pero pasada la exaltación inicial, no es lo fundamental para mantenerlo andando, aunque no por ello es innecesario, como tampoco lo es el contenedor de energía una vez cumplida su función. Expresado con otras palabras, esto es lo que aprendió Silvio al tiempo de estar casado con Leda. Lo otro, que “amar quiere decir amar a la persona amada en todas sus cosas, tanto en sus bellezas como, si las hay, en sus fealdades”, ya lo sabía.


Ambos eran ricos y se conocieron en los ambientes típicos de la gente ociosa. Él, culto, escribía reseñas literarias y arrastraba consigo el sueño de escribir una novela sobre un matrimonio, solo que dudaba de su talento para cumplirlo. Ella, no muy cultivada, la verdad, pero con esa sabiduría pragmática y de sentido común tan útil para vivir, fue quien lo animó para que, al fin, allí, en la villa de la Toscana donde estaban pasando una temporada, se pusiera a ello. Desde que se casó con Leda, Silvio había vivido en la felicidad absoluta, así que escribir su narración sería un complemento perfecto para ese estado de gracia. Pero los primeros intentos fueron vanos, se sentía débil, tenía la mirada opaca y pasaba el día con una lasitud que apenas si le permitía sostener la pluma. Al reflexionar sobre ello, concluyó que toda su energía se consumía en las ardorosas noches de amor con Leda. Enterada de esa incompatibilidad, ella dio con la solución: no volvería a tenerla hasta que hubiera escrito la novela. Así lo acordaron y al cabo de veinte días, que fueron jornadas de explosión creativa, al punto de creer que había escrito una obra maestra, Silvio finalizó su relato sobre un matrimonio: el suyo.


Sin embargo, cuando llegó el momento de pasarlo a máquina y lo releyó, ya no estaba tan seguro de haber escrito algo excepcional. Lo sometió al mismo análisis que a los otros libros que reseñaba: “Conclusión práctica: ¿es publicable? Sí, desde luego, puede publicarse la mar de bien, incluso en edición de lujo, con una o dos litografías de cualquier pintor bueno, y, tras la idónea labor publicitaria en los medios literarios, también puede obtenerse lo que acostumbra a llamarse un éxito estimable, es decir, varios artículos, incluso elogiosos, tal vez entusiastas, según los intereses y las relaciones de amistad de los recensores con el autor. Pero el libro no cuenta”.


El descubrimiento de su mediocridad como escritor, que lo hizo sentir “un veleidoso, un incapaz, un impotente” (pensó incluso en suicidarse), coincidió con otro hallazgo no menos doloroso para aumentar su caudal de desaliento: Leda había tenido una noche de pasión con Antonio, el libertino barbero siciliano que cada mediodía acudía a la villa para afeitarlo. Ella sabía que él sabía lo de su efímera aventura con Antonio, pero evitaban ser directos, de forma que cuando Leda le dijo que era excesivo matarse por una obra que no había salido bien, Silvio tradujo “por un momento de extravío… porque no he sabido resistir una tentación pasajera”. Además —le insistió ella—: “¿Acabado por qué? ¿Y no has pensado en mí?”. Si bien era verdad que no podía darle el talento que él deseaba, también lo era que le quería. Al final, convinieron en que él le leyera el manuscrito, titulado El amor conyugal. Leda fue más benévola en su juicio; no era una obra maestra, pero estaba bien escrita y se leía con interés: “Si la rehicieras muchas veces, al final sería como tú quieres”. Fue una valoración que no lo consoló: “... yo la quiero precisamente tal y como puede producirla una inspiración que existe o no existe (…) y si no existe no vale esforzarse y empeñarse”. Y ese fue su error, según ella, no le daba al esfuerzo y a la aplicación la importancia que merecían: “Las cosas se hacen sobre todo con esfuerzo y entrega, y no por casualidad, como por milagro”.


Silvio y Leda hablaban un lenguaje diferente. Él no le asignaba ningún peso a la buena voluntad, hecha de raciocinio y buen sentido; ella le concedía poca relevancia a la riqueza del instinto. “A mí el arte y mi mujer me eran concedidos por piedad, afecto, benevolencia, razonable buena voluntad. Los frutos de esa concesión nunca serían el amor ni la poesía, sino la trabajosa y decorosa composición, la tibia y casta felicidad”.


(El amor conyugal [1947], de Alberto Moravia)



V


María Magdalena protagonizó una revolución vital cuando se casó con aquel joven conocido en el cafetín de la Facultad de Filosofía y Letras, solo que en su caso el término perdería su sentido de cambio brusco y radical para quedarse solo con el que se le asigna en la ingeniería mecánica: rotación completa de una pieza sobre su eje.


Ella no finalizó sus estudios allí ni él en Ciencias Políticas, pero Nicolás Lobato supo transformar el modesto capital de una ferretería heredada de su padre en un emporio turístico. Había vivido al ras de la miseria, compartiendo un cuarto minúsculo con sus dos hermanas, María Dorotea y María del Carmen, y no pocas veces sin nada que llevarse a la boca, ni ellas ni sus dos hermanos, pese a los denodados esfuerzos de la dentista de su madre, que tenía un consultorio paupérrimo. Así que cuando se vio convertida en la esposa de un reconocido empresario, lo primero que hizo fue cambiarse el nombre. La identidad comienza por nombrarse y ella no quería mantener ninguna identificación con la pobreza y la ordinariez de su familia. Pasó a llamarse Jacqueline Cascorro. Conservó el apellido, pero afrancesado, pronunciándolo como una palabra aguda.


El suyo fue un vertiginoso salto social como el de la Graciela de García Márquez y para Jacqueline tuvo asimismo un cariz indeseado: se sentía excluida del brillante círculo donde se desenvolvía su marido. Aunque, como aquella, buscó refugio en la cultura, asistiendo a las tertulias sabatinas en casa de una entrañable amiga, no sería tan razonable como la enfadada mujer del escritor colombiano. Muy al contrario, en la fiesta de su séptimo aniversario de bodas, los sonidos de una pata de cangrejo al quebrarse y el de una botella de champán al descorcharse se unieron para que Jacqueline, a quien siempre le habían adjudicado desarreglos nerviosos que ella prefería considerar muestras de su delicada sensibilidad, incomprensible en el entorno mediocre donde creció, comenzara a tomar pésimas decisiones.


Jacqueline optó por vengarse del canalla de su marido con la fórmula de buscarse un amante, que en la alta sociedad es una salida clásica e irreprochable, preferible al incivilizado, escandaloso y costoso divorcio. Pero con el agregado de que a cada uno de esos amores alimentados con rencor y odio trató de convertirlos en asesinos de Nicolás. El argumento siempre era igual —que había llevado una vida abominable al lado del exitoso empresario—. Apenas introducía modificaciones mínimas para ajustarlo a las ambiciones y vanidades del hombre de turno: con su fortuna, el primo hostelero ocuparía el lugar inmerecido de Nicolás; despegaría la carrera política del joven David Carranza; el también joven actor accedería a la fama y el desequilibrado italiano historiador de arte podría viajar por todo el mundo y visitar todos los museos que se le antojaran. Su cantaleta autocompasiva no era la única constante: durante los días de la planificación de cada asesinato, se entregaba con inusitado desenfreno a Nicolás.


Así como nunca logró que sus hermanas y hermanos la llamaran Jacqueline, tampoco tuvo éxito en liquidar a Nicolás, quien desapareció de su vida —y del país— luego de que lo acusaran de la quiebra dolosa de sus emprendimientos turísticos. Al cabo de su experiencia marital, María Magdalena había estado ingresada en un hospital después de que saliera al jardín de su casa disparando un arma; perdido los dedos índice y pulgar de la mano izquierda; recibido una bala en un hombro; pasado dos semanas presa por ser esposa de quien era; sufrido una paliza del italiano, por la que le pusieron un corsé de yeso, le cosieron una herida en la ceja derecha y le suministraron inyecciones diarias; trabajado en una librería esotérica y convertido en una “mujer gorda, prematuramente envejecida, de aire aturdido, cabellera rala y descuidada, manos regordetas y uñas corroídas”.


A la vuelta de 10 años, Nicolás zanjó sus cuentas con las autoridades y abrió una ferretería en Veracruz. Poco tiempo después, el modesto ferretero del puerto empujaría una silla de ruedas donde iba sentada una mujer.


(La vida conyugal [1991], de Sergio Pitol)



VI


“¿Qué vi en ti Noa?, o: ¿Qué ves en mí? Ya termino. Digamos que tú ves en mí lo que yo, por mi parte, veo a veces cuando observo el desierto. ¿Y yo en ti? Digamos: una mujer quince años más joven que yo, con el corazón palpitante de vida, con ese latido protoplásmico y rítmico anterior a la existencia de las palabras y las dudas del mundo”.


Quien así reflexionaba era Teo. Era planificador urbano y vivía con ella en Tel Keidar, una pequeña ciudad que surgió a partir de un campamento militar de avanzada en el desierto limítrofe con Jordania. Ella era profesora de literatura, nació en una aldea y comenzó a vivir tarde, pues tuvo que cuidar de su padre inválido y violento. Apenas tenía familia. Teo había estado trabajando como asesor de su especialidad por toda Latinoamérica, viviendo en zonas rurales y disfrutando de la femineidad tropical, cuando la conoció a su paso por Caracas, en la embajada de su país, donde se desempeñaba un poco como secretaria y otro poco como maestra de niños israelíes. Él, que durante todos esos años se había negado a relacionarse con sus compatriotas, en especial con las mujeres de Tel Aviv (“progresistas, diligentes, con argumentos en favor o en contra de todo lo existente”), respondió que sí a esa rubia de ojos verdes, voz gutural y de una esbeltez carente de tensión cuando Noa le avisó que su estadía en la capital venezolana llegaba a su final y volvía a Israel: “¿Te vienes?”. Su relación con Noa era muy reciente, con visitas salpicadas a lo largo de unos pocos meses, aún eran unos desconocidos el uno para el otro, además de que a él no lo esperaba nadie en Israel. “A mí tampoco. ¿Vienes o te quedas?”. Fue ella también la que propuso que se establecieran en esa localidad remota: “Vámonos a vivir a Tel Keidar, al fin del mundo; el desierto es como un océano y todo está abierto. ¿Te vienes?”.


“Llegué a casa de noche, muerta de calor y cansancio, y me lo encontré sentado en un sillón de la sala, a oscuras y en silencio. Otra vez la total inactividad, para recordarme que mi actividad implica su soledad. Este ritual tiene unas normas más o menos fijas: yo, en principio, soy la culpable de que entre nosotros haya una diferencia de quince años. Él, en principio, me disculpa porque es un hombre considerado”. Quizá demasiado complaciente, a un punto que ella detestaba porque sentía que la trataba siempre como a una niña caprichosa. Ahora había sido igual, con sus advertencias sobre la locura que representaba abrir en Tel Keidar un centro para rehabilitar a jóvenes drogadictos, una iniciativa financiada por el padre de un alumno que murió de sobredosis y al frente de la cual estaba Noa con todo su entusiasmo. “No intentes orientarla hacia la salida. No podrás ayudarla. Cualquier movimiento aumentará su temor. En lugar de hacia la libertad del exterior, si no eres cuidadoso, corres el peligro de hacerla huir hacia las habitaciones del fondo, donde volverá a golpearse las alas contra los cristales”, se decía Teo.


Cuando el centro de desintoxicación tuvo una mínima probabilidad, Noa perdió todo su interés y fue Teo quien se encontró visitando la vieja casa medio destruida donde funcionaría. Se habían distanciado. Ella salía de casa por la mañana, regresaba al mediodía y salía de nuevo, ¿a dónde, si el instituto estaba de vacaciones? Teo pensaba en un amante, pero en las noches Noa iba flotando hacia él en la oscuridad con su perfume de madreselva. La verdad era que pasaba horas en la biblioteca de Tel Keidar preparando su próximo curso y en compañía de una alumna, conversando en el café California o yendo juntas de compras o al cine París. Teo, entretanto, hacía diligencias relacionadas con el centro, jugaba al ajedrez, se pasaba por su oficina, dedicado a sus propios asuntos.


“Pronto lo dejaré. La jubilación, los ahorros y los réditos del inmueble de Herzliyya nos alcanzarán hasta el final. ¿Qué haré durante todo el día? Por ejemplo, analizaré el desierto, en largos paseos de madrugada, antes de que todo esté hirviendo. Dormiré durante las horas de calor. Por las tardes saldré a la terraza o me sentaré en el café California a jugar al ajedrez con Dubi Weizman. Por las noches escucharé Londres”, pensaba Teo.


“Teo cerrará su oficina y se dedicará día y noche a escuchar Radio Londres; los días pasan volando, el verano se acabará, y con el paso de los años seré yo quien esté detrás de ese mostrador en esta biblioteca que nadie frecuenta y con el tiempo se convertirá en una selva de plantas salvajes cuyo follaje lo irá devorando todo”, imaginaba Noa.


Noa y Teo vivían con los silencios y las distancias justos, como todo matrimonio que se prolonga parado en el vértice de una ruptura que no es completa y un acuerdo que no es total.


(No digas noche [1994], de Amos Oz)



Epílogo


No hay nada malo en casarse con la persona equivocada


Por Alain de Botton en The New York Times (2 de junio de 2016)


Es una de las cosas que más tememos que nos pase. Hacemos todo lo que podemos para evitarlo. Y, no obstante, al final acabamos haciéndolo: nos casamos con la persona equivocada.


En parte, se debe a que enfrentamos una variedad de problemas cuando tratamos de acercarnos a los demás. Solo para los que no nos conocen bien parecemos normales. En una sociedad más sabia y consciente de sí misma que la nuestra, una pregunta habitual en una de las primeras citas sería: “¿Y tú qué neurosis tienes?”.


Tal vez tenemos una tendencia a perder los estribos cuando alguien no está de acuerdo con nosotros o únicamente podemos relajarnos cuando estamos trabajando; quizá la intimidad después del sexo nos resulta difícil o nos quedamos callados ante una humillación. Nadie es perfecto. El problema es que, antes del matrimonio, rara vez nos adentramos en nuestra complejidad. Cada vez que una relación amenaza con sacar a la luz nuestros defectos, culpamos al otro y la damos por terminada. En lo que respecta a nuestros amigos, no tienen tanto interés en tomarse la molestia de iluminarnos. Por ende, uno de los privilegios de estar solos es la sincera impresión de que estar con nosotros es pan comido.


Tampoco podríamos decir que nuestras parejas sean más conscientes. Desde luego, hacemos el intento de entenderlos. Visitamos a sus familiares. Miramos sus fotos, conocemos a sus compañeros de la escuela. Todo esto nos ayuda a tener la sensación de que sabemos algo del otro. No es así. El matrimonio acaba por ser una especie de apuesta esperanzada que hacen dos personas que todavía no saben quiénes son ni en quiénes se convertirán, que se unen en un futuro que son incapaces de concebir y han tenido la precaución de evitar investigar.


Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la gente se casaba por un conjunto de razones lógicas: porque sus tierras colindaban; la familia del novio tenía un negocio floreciente; el padre de la novia era magistrado en el pueblo; había un castillo que mantener, o los suegros y consuegros estaban de acuerdo con la misma interpretación de las sagradas escrituras. De esos matrimonios tan razonables emanaba soledad, infidelidad, abuso, frialdad y gritos que llegaban hasta el cuarto de los niños. En retrospectiva, el matrimonio de la razón no era nada razonable; muchas veces era provechoso, intolerante y abusivo. Por eso no se le exigió a lo que vino después, el matrimonio de los sentimientos, explicarse.


En el matrimonio de los sentimientos lo que importa es que dos personas sienten una atracción mutua surgida de un instinto irresistible, que su corazón les dice es lo correcto. De hecho, cuanto más imprudente el matrimonio (tal vez se acaban de conocer hace seis meses; uno de los dos no tiene trabajo o ambos apenas están saliendo de la adolescencia), más seguro se siente. La imprudencia se toma como un contrapeso de todos los errores de la razón. El prestigio del instinto es la reacción traumatizada que se rebela a tantos siglos de razón irrazonable.


Aunque creemos que estamos buscando la felicidad en el matrimonio, no es así de simple. Lo que en verdad buscamos es familiaridad, que puede complicar bastante aquellos planes de felicidad que teníamos. Estamos buscando recrear, dentro de nuestras relaciones adultas, los sentimientos que conocimos tan bien durante nuestra infancia. El amor que la mayoría de nosotros creímos experimentar en nuestros primeros años muchas veces se confundía con otras dinámicas más destructivas: el sentimiento de querer ayudar a un adulto fuera de control, de ser privados del calor de uno de los padres o estar asustados por su enfado, de no sentirnos con la seguridad necesaria para comunicar lo que deseábamos.


Qué lógico resulta, entonces, que ya de adultos andemos rechazando a ciertos posibles cónyuges no porque sean malos, sino porque son demasiado buenos —demasiado equilibrados, maduros, comprensivos y confiables— porque en nuestros corazones esa idoneidad nos resulta ajena. Nos casamos con la persona equivocada porque no asociamos sentirnos amados con ser felices.


También cometemos errores porque estamos muy solos. Nadie puede estar lo suficientemente cuerdo para elegir pareja cuando quedarse soltero le parece insoportable. Tenemos que estar totalmente en paz con la idea de pasar muchos años en soledad a fin de ser selectivos para bien; de lo contrario, nos arriesgamos a estar más enamorados de la idea de no estar solos que de la persona que nos evitó la pena de seguir así.


Por último, nos casamos para eternizar un sentimiento agradable. Imaginamos que el matrimonio nos ayudará a encapsular la dicha que sentimos la primera vez que nos pasó por la mente la idea de unirnos en matrimonio: tal vez estábamos en Venecia, en un bote, y el sol del atardecer teñía de dorado el mar; hablábamos de aquellas partes del alma que nunca antes había entendido otra persona y teníamos planes de ir a cenar risotto poco después.


Nos casamos para eternizar estas sensaciones, pero no vimos que no había una conexión sólida entre esas sensaciones y la institución del matrimonio.


En efecto, el matrimonio nos lleva sin duda a un plano muy distinto y más administrativo, que tal vez se desarrolle en una casa, con un largo camino al trabajo todos los días y niños gritones que matan la pasión de la que nacieron. El único ingrediente en común es la pareja. Y puede que nos hayamos quedado con el ingrediente incorrecto.


La buena noticia es que no importa si nos damos cuenta de que nos casamos con la persona equivocada.


No debemos abandonar a esa persona, pero sí la idea romántica en la que se ha basado la comprensión occidental del matrimonio durante los últimos 250 años: existe un ser perfecto que puede satisfacer todas nuestras necesidades y cada uno de nuestros anhelos.


Necesitamos cambiar esa visión romántica por una conciencia trágica (y hasta cierto punto cómica) de que todos los seres humanos nos harán sentir frustrados, molestos y decepcionados, y de que nosotros haremos lo mismo. Nunca dejaremos de sentirnos vacíos ni incompletos. Pero nada de esto es extraordinario ni una causal de divorcio. Elegir con quién comprometernos trata simplemente de identificar a qué variedad específica de sufrimiento nos gustaría entregarnos más.


Esta filosofía del pesimismo nos ofrece una solución para buena parte de la angustia y la agitación en torno al matrimonio. Tal vez suene extraño, pero el pesimismo alivia la excesiva presión imaginativa que nuestra cultura romántica pone sobre el matrimonio. El fracaso de una relación que no pudo salvarnos de nuestra pena y melancolía no es un argumento en contra de la otra persona ni un signo de que una unión merezca fracasar o mejorar.


La mejor persona para nosotros no es la persona que comparte todos nuestros gustos (esa persona no existe), sino la persona que puede negociar las diferencias en los gustos con inteligencia, esa que es buena para disentir. En lugar de esa idea imaginada del complemento perfecto, es precisamente la capacidad de tolerar las diferencias con generosidad la que indica verdaderamente quién es la persona “menos tajantemente incorrecta”. La compatibilidad es un logro del amor; no debe ser su condición previa.


El romanticismo nos ha sido útil; es una filosofía dura. Ha hecho que muchas de las situaciones que vivimos en el matrimonio parezcan excepcionales y terribles. Acabamos solos y convencidos de que nuestra unión, con sus imperfecciones, no es “normal”. Deberíamos aprender a hacernos a la idea de nuestra “falta de idoneidad”, tratando siempre de adoptar una visión más flexible, divertida y amable ante sus múltiples ejemplos en nosotros mismos y en nuestros compañeros.


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