El año de la liebre, Prisioneros en el paraíso y Delicioso suicidio en grupo, de Arto Paasilinna
Como no deja de resultar lógico, el Sistema (digamos, la forma como están organizadas las cosas: pocos parados sobre los hombros de muchos) no tolera las revoluciones. Sus anticuerpos aniquilan la ilusión colectiva de igualdades y atacan las fiebres de justicia social que amenazan el orden. Unas veces, basta con transformar la insurrección en cultura pop. Otras, es necesario reducir a sangre y fuego. Otras más, solo es cuestión de paciencia: una vez que surta efecto el suero de los privilegios del Poder, los propios insurgentes se convierten en todo aquello contra lo que un día levantaron voces y puños. La Historia es un muestrario de estos desenlaces y quizá sean los del último caso los más tristes, como lo son todas las traiciones. El asunto es que, por aquello del mal ejemplo, el Sistema tampoco es tolerante con las rebeldías acotadas de grupos o individualidades.
Así me he quedado pensando tras la lectura de varias novelas del escritor Arto Paasilinna (Finlandia, 1942-2018), quien con una prosa cargada de humor negro y sátira social reivindica las pequeñas rebeliones como acciones esperanzadoras frente a un mundo que nunca ha andado muy bien, incluso en los países nórdicos como el suyo, con envidiables tradiciones de bienestar social.
El año de la liebre (1975). En pleno verano, Vatanen, periodista en edad madura, viaja junto a un fotógrafo para cumplir una pauta. El sol los enceguece a través del parabrisas polvoriento y por eso es el golpe seco el que les avisa que han atropellado un animal. Es una cría de liebre, que corre como puede a ocultarse en el bosque. Vatanen obliga a su compañero a dar marcha atrás y se baja para buscar al lebrato. Tiene fracturada la pata trasera izquierda y él se la entablilla con jirones de su pañuelo. Y ahí está ahora, sentado con el animal en sus brazos, ha escuchado los gritos impacientes de su compañero y luego el motor del carro alejándose; por un momento, piensa que deberá salir a la carretera a pedir que lo lleven. Pero en lugar de eso, hace lo que en primer lugar hizo la liebre, como si él también estuviera poniéndose a salvo del accidente que ha sido su vida, con los sueños de juventud no cumplidos, un trabajo frustrante y una esposa que ya no recuerda si la quiso alguna vez: se interna en el bosque con una única aspiración: que lo dejen ser junto a su liebre, domesticada y fiel como un perro.
Lo que sigue es el reconfortante recorrido de alguien que vive la mayor parte del tiempo como un solitario, hace trabajos a destajo en medio de la naturaleza y come lo que pesca, protagoniza insólitas aventuras junto a unos hombres peculiares, salva a su mascota de un descuartizador, experimenta una vivificante relación con una mujer, vence a un cuervo que le roba la comida y persigue a un oso hasta el territorio de lo que entonces aún es la Unión Soviética, entre otras experiencias. Son hitos de libertad que las autoridades interpretan de otra manera. Lo acusan de adulterio, vivir como un vagabundo, pescar furtivamente, extraer de un río un botín de guerra alemán, participar sin permiso en la cacería de un oso y en una cena oficial de la Cancillería, ser cruel con un animal y maltratar a un entrenador de esquí, montar bicicleta en estado de embriaguez, cruzar sin el respectivo visado la frontera soviética...
Para el lector queda claro que, salvo esto último, lo ocurrido solo puede ser delito para quienes ignoran el verdadero sinsentido del mundo que habitan, donde un cura la emprende a tiros contra la liebre dentro de la iglesia y se organiza una absurda cacería oficial de oso para complacer a las esposas de los embajadores sueco y estadounidense. Al final, el destino de Vatanen es el común a muchos de los verdaderos revolucionarios y auténticos subversivos de cualquier tiempo.
El año de la liebre se publica un año después de Prisioneros en el paraíso y pareciera que con ella Paasilinna hubiera querido mantener viva la esperanza de cambio, después de la derrota que sufren sus sobrevivientes de 1974. En medio de una tormenta, un avión en el que viaja personal de las Naciones Unidas se ve forzado a amerizar y una cincuentena de los pasajeros (suecos, finlandeses y la tripulación británica) terminan en una apartada isla del archipiélago indonesio. Al principio prevalecen los egoísmos particulares y las intolerancias colectivas, pero pronto todos comprenden que sobrevivir depende de la cooperación y la efectividad de esta, a su vez, de organizar la convivencia. Así, nombran un comité dirigente, pero las decisiones quedan sometidas a la votación de todos; se dotan de normas para regular el trabajo y castigar los delitos; no existe la propiedad privada, las necesidades básicas de todos están cubiertas, tienen asistencia médica gratuita, no usan dinero, deambulan desnudos y viven tan pacíficamente que no habría allí nada más ocioso que un policía... Con todo, el principal esfuerzo está dirigido a encontrar la forma de que los rescaten y entonces, producto del esfuerzo colectivo, hacen lo que parecía imposible: despejar espacios de la selva para escribir un SOS lo suficientemente grande y luminoso a punta de hogueras para que sea detectado por alguno de los satélites que, según uno de los oficiales ingleses, fotografían con regularidad toda la superficie del planeta.
Varios días después de concluir el colosal letrero, someten a votación su uso, pues algunos entre ellos son conscientes de que han constituido una comunidad socialista y ya no tienen interés en regresar. Se impone la mayoría deseosa del retorno y pocos días después de que ardiera la señal, avistan un buque de la Marina de Estados Unidos. Cuando los reticentes al regreso —pese a que saben que el Gobierno indonesio lucha contra una sublevación en esa misma isla— le exponen su parecer al comandante militar, este responde que piensa llevar su misión de salvamento hasta el final, sin excepciones, más cuando entendía que alguien que ha vivido casi un año de aislamiento no podía estar totalmente cuerdo, al punto incluso de negarse a ser rescatado. Así, todos acaban embarcados de vuelta a sus rutinas de siempre, que acaso los conducirán a fenecer de un infarto, y allí finaliza aquel ejemplo de igualdad y justicia social.
Estas narraciones de Paasilinna son utópicas y brindan un refugio literario en medio de una década tormentosa y desesperanzada (por desgracia, hay que anotar que aún resultan pertinentes). En efecto, los años setenta marcan el fin del modelo que funcionó desde el final de la Segunda Guerra Mundial: regulación de mercados, intervención estatal, seguridad social, políticas contracíclicas. Fueron 30 años de relativa estabilidad social y crecimiento económico en los países centrales, pero la fórmula keynesiana también tuvo resultados positivos que mostrar en la periferia, con un Estado poderoso encargado de impulsar la economía y extender el bienestar social. En aquella década desaparece el optimismo y el llamado Primer Mundo lo que conoce son manifestaciones violentas, desempleo, generalización de la pobreza, alta inflación y acciones terroristas. Mientras, ha fracasado la sustitución de importaciones y el deterioro de los términos de intercambio se traduce en aumento de tensiones en los países tercermundistas. Tras aquellos turbulentos años no es un mejor contrato social lo que surge al interior de los países ni el Nuevo Orden Económico Internacional que pide la ONU en 1974, sino el neoliberalismo y ya es conocido el resultado: la reducción del Estado, los cortes del gasto social, la desregulación de los mercados...
Para los lectores en español, aparte de las comentadas, solo se encuentra disponible una mínima parte de la extensa narrativa de Paasilinna, como El molinero aullador (1981), El bosque de los zorros (1983), La dulce envenenadora (1988) y Delicioso suicidio en grupo (1990).
En esta última, la circunstancia común de querer acabar con sus vidas reúne a 33 personas y las convierte en el insólito grupo que, a bordo de un autobús, recorre Europa en busca de un buen precipicio. Todos tienen razones para ello: el coronel viudo y marginado de mando; el hombre de negocios con varias bancarrotas a cuestas; la mujer víctima de la violencia doméstica; un director de circo fracasado; el operario industrial inválido; el guardia fronterizo que sufre alucinaciones... Vidas derrumbadas y angustias atroces como lado oscuro de una sociedad que tiene un alto índice de desarrollo humano. Mientras ellos viajan hacia un digno final, las autoridades les siguen la pista pues aquello, más que una excentricidad, parece una conspiración contra la seguridad nacional, comandada por un militar activo de alto rango...
Desde Cabo Norte, en Noruega, hasta finalizar en el Cabo de San Vicente, en Portugal, tras haber pasado por Alemania, Francia y Suiza, todos los pasajeros lucen firmes en su decisión de una muerte feliz, pero el viaje en realidad se revela como una gradual transformación del deseo de morir en las ansias de vivir. Casi sin darse cuenta, la fórmula de compartir sus penas y dejar de sentirse como desgraciados solitarios en una sociedad que ignora sus sufrimientos, así como las vivencias plenas que experimentan en grupo, el descubrimiento del placer que brindan las cosas sencillas y haber encontrado nuevos significados vitales durante el recorrido, los lleva a dejar de ser potenciales suicidas. Cuando llegan al extremo portugués, el lugar donde terminaba la tierra para los europeos antes de los viajes de descubrimiento del siglo XV, nadie quiere morir.
Ninguno de los personajes hace referencia a él ni el propio Paasilinna en las entrevistas a propósito de Delicioso suicidio en grupo lo menciona, pero al terminar de leer esta novela recordé el libro que el siquiatra y neurólogo austríaco Viktor Frankl, sobreviviente del holocausto y fundador de la logoterapia, publicó en 1946, El hombre en busca de sentido: “La vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito”.