Drop City, de T.C. Boyle
Si toca pensar en la poderosa fuerza de propulsión contenida en un sueño, bien puede tomárseles como ejemplo. Cómo, si no, 31 jóvenes repartidos en un autobús escolar modificado, un Volkswagen escarabajo, un Studebaker, un Lincoln Continental y una moto cargan todo lo que pueden llevar consigo y recorren más de 4.000 kilómetros para irse a vivir en las afueras de Boynton —un poblado de Alaska, a las orillas del río Yukón, que solo cuenta con 170 habitantes—, donde la temperatura llega a marcar menos 40 grados centígrados en invierno, hay que cuidarse de los osos y los lobos, el día dura meses y la noche otro tanto y se depende de la caza para comer. De otra forma no se explica que gente que no cuenta con las habilidades de los primeros buscadores de oro, capaces de sobrevivir un mes en parajes desiertos y helados con apenas un puñado de sal, arroz, hilo para pescar, una lata de té y un rifle, se vaya a instalar en uno de los lugares más inhóspitos de Estados Unidos. Solo la potencia del deseo de habitar un mundo distinto al de sus padres, esa sociedad de masas en la que hombres y mujeres son piezas indiferenciadas de un engranaje opresivo, que los condena a la vida vacía del consumismo conformista y les impide ser auténticos, desplegar su creatividad y experimentar la satisfacción sexual plena, podía motivarlos a ir tan lejos para continuar soñando con una vida común autosuficiente, signada por la paz, el amor libre, la armonía con la naturaleza y la libertad individual. Estamos en 1970 y la rebeldía juvenil, dentro del agitado oleaje de la contracultura[1], aún tiene cauces expresivos en comunas hippies[2] como la que pretenden refundar en medio de la tierra congelada los personajes de Drop City (2003), de T.C. Boyle.
Norm Sender había creado Drop City[3] dos años antes, en diecinueve hectáreas heredadas de sus padres al lado del río Russian, en el norte de California. Al principio le produjo cierto malestar el hecho de verse convertido en propietario, pero pronto encontró una salida: volver al “primitivismo voluntario” y al principio ATPT (Acceso a la Tierra Para Todos). “Tú quieres venir a Drop City, quieres excitarte, dejarte caer y simplemente vivir aquí en la tierra haciendo tus propias cosas, ordeñando a las cabras o currando en la cocina o el huerto, reparando cosas o ensartando pinchos morunos de venado o simplemente mirando al cielo encantado, no me importa quién seas, eres bienvenido, hola a todo el mundo…”.
En Drop City había una casa principal de dos plantas con diversas edificaciones anexas, nada diferente de la de un granjero de Kansas, pero tenía pintados en su fachada una franja naranja fosforescente y un damero verde y rosa. También había cabañas, tiendas de acampar e incluso una cúpula geodésica, un estanque verde al que llamaban piscina, huertos, dos perros de pelaje amarillento, dos cabras y un gato, gallinas y dos limoneros y un caballo. Sus habitantes fijos no pasaban de la cincuentena, pero siempre llegaba mucha más gente, como ese profesor de Barkeley y su esposa poeta, deseosos de conocer cómo se organizaba la contracultura para escribir un artículo, o las decenas de hippies de fin de semana, que se tomaban fotos con un hippy auténtico[4], comían un bocado o dos de lo que les pasaban y salían de sus fundas para cantar canciones de Buffalo Springfield o Bob Dylan[5] en torno a una fogata: luego se subían a sus Fords, Chevys y Volvos y regresaban a sus casas, como si hubieran estado en un campamento de verano.
Era una propiedad rural consagrada a la paz y la promiscuidad, los cereales y la leche de cabra, el vegetarianismo, la marihuana y la fraternidad, donde todos son hermanas y hermanos. “El humo se elevaba de las varillas de incienso, de la hierba y el hachís que se ensartaban meticulosamente de mano en mano como si todos estuvieran tejiendo colectivamente un edredón en el aire”, era una descripción apropiada para cualquier noche en Drop City, donde todos los días eran de fiesta y el mundo regido por la tecnocracia[6], con su materialismo y avaricia, su culto a la eficiencia y al conocimiento científico y su afán de control racional, sus odios y represiones de la libertad individual, estaba prohibido. Pero a fin de cuentas una comuna hippy estaba formada por humanos y eran inevitables los conflictos asociados a la convivencia o las acciones condenables, por más que se suponía que todos aspiraban a alcanzar una conciencia elevada y a despojarse del lastre cultural de la sociedad jerarquizada, plástica y consumista de la que se habían apartado.
Ronnie, un chico blanco que junto a una amiga de la infancia, Paulette Regina Starr, quien ahora solo se llamaba Star, había viajado al oeste desde los suburbios de Nueva York; consideraba que Norm estaba loco porque insistía en alimentar a todos los que aparecían por Drop City, desde vagabundos y borrachos hasta esos negros del Fillmore[7], que se habían instalado en el barracón de atrás y no daban signos de querer irse. Eran siete y cuando llegaron, apretujados en un Lincoln Continental de impresionantes alerones, Ronnie había tenido la impresión de que “no habían salido del coche, sino que fue como si se desenroscaran de él, con aquella energía de negros superenrollada, amenazante y lúbrica”. No se consideraba un racista, pero sí alguien con más experiencia que sus hermanos y hermanas de Drop City, quienes después de todo tal vez fueran un tanto ilusos y débiles.
El prejuicio racial terminó por aflorar cuando sucedió lo impensable: una noche, en el barracón, habían violado a una muchacha de catorce años. Allí estuvo Ronnie y de hecho él participó en el ataque sexual, pero la comunidad lo exoneró de culpa. “... Yo estoy con Pan (como todos apodaban a Ronnie: “¿De verdad creen que haría una cosa así, aun estando hiperdrogado?”), es mi hermano y le creo. Porque, ¿qué es esto, un tribunal popular o qué? No, el problema son nuestros hermanos negros, que viven allí atrás. Se dedican a intimidar a la gente, solo quieren beber vino barato, fumar canutos gratis y montarse un fiestorro continuo a nuestra costa. Porque ellos no se saltan una sola comida, ¿verdad?”, dijo Mendocino Bill en la reunión donde se trató el tema. Otro afirmó que debían echarlos y Alfredo, uno de los fundadores de la comuna, desestimó que pudiera dialogarse con ellos: “Si quisieran hablar estarían aquí ahora, ¿no? Pero no, están allí, borrachos como de costumbre, pensando en tirarse alguna otra niña de catorce años”. Entretanto, cuando todos esperaban de Norm una decisión, este solo dijo: “Acceso a la Tierra Para Todos”. Al final les exigieron a los negros que se marcharan, pero de momento seguían en el barracón. Desde su punto de vista, expresado por su líder, Lester, todos eran unos hipócritas: “Solo intentan decirme lo que ya sé. Paz y amor, hermano, haz lo que quieras, siempre que tu precioso culo sea blanco”[8].
Marco fue uno de los que comunicó el mensaje a los negros y, días después, hasta se peleó a golpes con ellos y con otro chico blanco, Sky Dog, que también fue un violador aquella noche. Recién había llegado a Drop City y no concebía que la libertad individual consistiera en un actuar sin límites ni en una licencia para desentenderse de asuntos que atañían a todos y esperar que se resolvieran solos, como el caso de la violación, pero también como cocinar, limpiar y reparar. Había estado en otras comunas y las había visto desintegrarse por el óxido de las cosas prácticas de las que pocos se ocupaban. En Drop City, las pocetas se desbordaban y crecían pilas de excrementos detrás de cada roca, árbol y matorral. “Nadie se había molestado en enterrarlo, ni mucho menos en construir una letrina”. Marco reconocía que era agradable pensar que todos ayudarían en una crisis, pero no siempre funcionaba así: solo tres se le unieron para cavar la zanja de los conductos de una fosa séptica, incluida Star.
La chica neoyorquina también formó parte de la comitiva que comunicó a Lester y los suyos que debían marcharse. Lo hizo por seguir a Marco, con quien había formado pareja, pero también por la muchacha violada. Había sido algo muy feo “y de haberlo sabido o de haber querido algo feo, ella se habría quedado en su casa de Peterskill, Nueva York”. En Drop City se sentía por primera vez arraigada a un lugar y un ser con identidad, no una señorita anónima que nadie reconocía en la secundaria y que se parecía y vestía como su madre. Sin embargo, había cosas que no le cuadraban, como el episodio del barracón, por supuesto, pero también que a las mujeres las llamasen “titis” o “chatis”, como nombres de muñecas, mientras que a los hombres se referían como “troncos”. Ellas débiles y ellos fuertes. Se trataba de algo más que apelativos femeninos degradantes, humillantes y ridículos porque, como en el mundo convencional, en Drop City se tenía por natural que fueran las mujeres las encargadas de la cocina y los huertos, y en ello no se distinguía de otras experiencias comunitarias: “¿Sabes?, yo estuve en Thunder Mountain antes de aquí (…) Lo que pasó fue que todo el mundo quería bailar y drogarse, y eso está muy bien, no me malinterpretes, pero llegó un momento en que nadie quería ocuparse del huerto ni hacer la comida. Quiero decir las chicas, las titis. Porque ellas son la clave para que todo funcione. Si las chicas no tienen energía y pasan de lavar los platos, barrer, hacer la comida, entonces tienes problemas de verdad. No hay nada peor que encontrarte pilas de platos sucios y las cazuelas y sartenes sin lavar…”, le dijo Alfredo a Marco mientras trabajaban en la zanja. Y aunque no sucedía en Drop City, Star había sabido que en otras comunas las mujeres parecían estar allí solo para abrir las piernas cada vez que a cualquier hermano se le antojara: pasaban la mayor parte del tiempo boca arriba y si rechazaban alguna petición, las acusaban de complejo burgués, mala vibración y envenenamiento de la atmósfera del lugar[9].
Además de impunidad, falta de colaboración, sesgos racistas y desigualdad de género, en Drop City había otras inconsistencias y algunos extremos peligrosos. Querían vivir de la tierra, pero la verdad era que no sobrevivirían sin cambiar los cupones de alimentación del Gobierno en el supermercado que les quedaba a 10 kilómetros. Eran vegetarianos y en general la cena consistía en una suerte de puré de arroz, sazonado con caldo de verduras, hierbas, cebollas y productos del huerto, pero cuando Ronnie cazó un venado, pocos se resistieron al olor de la carne a la parrilla. Eran partidarios de la crianza en un régimen de libertad y por eso los hijos de Alfredo y Reba, una niña de unos tres años, Sunshine, y un niño más o menos de la misma edad, Che, correteaban todo el día desnudos, quemados por el sol y sucios, armando jaleo sin que se estimara contraproducente que crecieran como criaturas salvajes, pero cuando celebraron el solsticio de verano, Che casi murió ahogado y a Sunshine, después de que todos la buscaron por un buen rato, Marco la encontró acuclillada en el bosque: todos habían tomado jugo de naranja con LSD para compartir su yo interior y elevar la conciencia del planeta en un viaje colectivo. Star y otras mujeres habían tratado de convencer a Reba de que no cediera a la insistencia de su hija, que ese mañana no quería leche en el desayuno sino jugo. “¿Creen que estoy tan descontrolada que no sé lo que hago? ¿Te crees que mis hijos no se han iniciado? —Reba fulminó toda la cocina con su mirada y luego bajó la cabeza para enfrentarse a su hija—: ¿Ves el problema que estás causando? ¿Quieres zumo? Muy bien, tendrás tu zumo, pero luego no me vengas llorando si te metes en un mal viaje como la última vez, ¿te acuerdas cuando te acurrucaste en el armario debajo del fregadero y no quisiste salir en todo el día?[10]”.
Acaso solo era cuestión de tiempo que Drop City sucumbiera por sus contradicciones internas, pero en realidad Norm Sender llevaba un año esquivando a los inspectores de sanidad y vivienda del condado de Santa Rosa. Ya no tenía dinero para pagar las multas de 500 dólares diarios por incumplimiento de las normas de habitabilidad. “A esta ciudad no le gustan los hippiosos, ni a este puto condado fascista, y vale más pagar y seguir las normas y leyes y costumbres como un idiota, o estás jodido, créeme. No quieren ver gente viviendo en armonía con la tierra aquí entre ellos. Solo quieren papá, mamá, la nena y el nene, todos en una casa adosada con una entrada asfaltada y un césped que parezca pintado en la tierra”, le dijo a Marco cuando le confesó los problemas con las autoridades. Era el fin, o no necesariamente, porque con el poco dinero que le quedaba había comprado el autobús escolar en el que viajarían a Alaska, a la cabaña de su tío Roy, quien con setenta y dos años ahora vivía en Seattle y, aquejado por la artritis, no pensaba volver nunca más a esa tierra congelada: casi no podía sostener un bolígrafo, mucho menos un rifle para matar un oso y un cuchillo para despellejarlo. A Alaska, les dijo Norm a todos: no más normas, leyes de zonificación ni policías ni impuestos. “Si quieres derribar unos cuantos árboles y poner una cabaña en la orilla del lago más enrollado, adelante, puedes hacerlo y no tienes que mendigar el permiso de nadie porque allí no hay ni dios, ¿me entienden? Ni dios. Allí puedes vivir como Daniel Boone, como los hippies originales, como vuestros tatarabuelos y tatarabuelas, vivir de la tierra, con tu propio rollo, sin concesiones ni disculpas. ¿Captan lo que quiero decir?”. No le creían, pensaron que se había vuelto loco, pero querían ser auténticos y libres antes que marchitarse en vida como sus padres: 31 se anotaron a la renovación del sueño: Drop City Norte.
“El propietario anterior —uno de los viejos colegas de bachillerato de Norm, que se había convertido en un psicólogo con coleta en Mill Valley— había instalado en el interior una especie de hornillo barrigudo, un mostrador y un fregadero inacabados y ocho planchas de contrachapado plegables que servían de literas. Había tenido un sueño, el psicólogo. Consistía en transformar la bestia en coche-camping para llevarse a algunos de sus pacientes del hospital psiquiátrico a excursiones de cuarenta y ocho horas, pero el sueño nunca se había realizado por la misma razón que mueren tantos otros sueños: falta de fondos. Había dejado intacta la primera media docena de filas, que podían acoger a tres pasajeros sentados hacia delante y al menos un durmiente. Y luego, después del fogón, seguía un compartimiento de contrachapado crudo con un váter de acero inoxidable”.
En ese particular yellow submarine, cargado con cajas de utensilios de cocina y frascos de conservas, dos grandes altavoces KLH para escuchar a Hendrix, Joplin y Dylan, cortinas en sus ventanas y una franja de alfombra en el pasillo, que alguien propuso pintar con signos de la paz, caras raras y peces pero al final decidieron dejarle solo las grandes letras negras sobre el fondo amarillo que rezaban “Washo Unified” para no resultar sospechoso por muy colorido en la frontera, realizaron el viaje casi ininterrumpido hasta la ciudad de Fairbanks y finalmente, tras otros doscientos cincuenta kilómetros, hasta Boynton: cruzaron Canadá sin que la guardia fronteriza se preguntara por qué el grupo de rock The Grateful Dead viajaba en un autobús escolar con dos cabras en el techo, dos perros callejeros y tres canoas, ni registrara el maletero del Studebaker, donde el caucho de repuesto iba relleno de marihuana, ni exigiera la cartilla militar a los hombres porque eran cada vez más los casos de jóvenes estadounidenses que se pasaban al vecino país para no ir a la selva vietnamita.
En Alaska se enteraron de que el verano en aquella tierra aún virgen consistía en cultivar, pescar y cazar para tener la despensa llena durante el invierno, y en pasar las noches bajo un sol que nunca se ponía con una cerveza o un cigarro en la mano. Construyeron más cabañas porque en la del tío Roy solo cabían cinco o seis personas y conocieron a la pareja formada por Sess, un lugareño que le enseñó a Marco cómo recorrer una ruta de caza de varios kilómetros y sobrevivir con apenas lo que pudiera cargar en su mochila, y a Pamela, una graduada universitaria de Anchorage, que de niña pasó temporadas acampando en la tundra, junto a su mamá y su hermana, mientras su padre buscaba oro. Ahora, a sus veintisiete años, había dejado su empleo de oficinista en la ciudad y decidido volver a lo esencial, a vivir solo de lo que la tierra y su propio esfuerzo fueran capaces de proveerle y lo hizo con total independencia de criterio: publicó un anuncio en el que expresaba su búsqueda de un hombre para casarse y vivir en la naturaleza. Escogió a Sess entre los tres que respondieron a su solicitud pública, tras pasar varios días con cada uno y sin que hubiera nada sexual en aquellas pruebas de convivencia, pese a que era fácil engañarse al respecto.
Star y Pamela se hicieron amigas y solían reunirse para conversar. A la esposa de Sess le interesaba saber cómo era la vida en la comuna, si estaban todo el tiempo de fiesta y nunca había broncas entre ellos. Star le respondía que claro que había roces, pero se trataba de dejarse llevar por el fluir de las cosas, sentir cómo fluían y que no eras un ser aislado. Pero cuando Pamela le interrogó si de eso iba todo, de acabar con el ego, la chica se quedó callada: nunca había pensado que ellos tuvieran un objetivo tan definido, que pudiera sintetizarse o explicarse a otro. Al final le dijo que se trataba de un rechazo al materialismo y de vivir cerca de la naturaleza, de sentir los latidos de Dios o como quisiera llamarlo: eso era algo que nunca hubiera podido hacer sola, sin formar parte de un todo con sus hermanas y hermanos. Pamela, sin embargo, no veía la relación entre ese propósito y el pelo largo, las drogas y la ropa extraña.
—¿Sabes lo que es para mí volver a la naturaleza? Solo esto, vivir el día a día, trabajando físicamente y tomando lo que la tierra te da, pero eso no tiene nada que ver con la cara pintada o el LSD[11] o los pantalones de pata de elefante...
—No sé, es difícil de explicar. Eso es ser hippy, nada más[12].
[1] El término lo acuñó el historiador Theodore Roszak (1933-2011) en su libro de 1969 El nacimiento de una contracultura. Lo empleó con el sentido específico de caracterizar la radical desafiliación y desafecto que mostró una parte de la juventud urbana frente a los valores y concepciones de las sociedades industrializadas, sobre todo la estadounidense, en la década de los 60 del pasado siglo. Se refería a jóvenes blancos, de clase media y media-alta: “La burguesía, en lugar de descubrir a su enemigo de clase en las fábricas, lo encuentra al otro lado de la mesa llena de mantequilla y bistecs, encarnado en sus propios hijos mimados”. Sin embargo, si por contracultura se entienden las manifestaciones de rechazo, enfrentamiento y propositivas de opciones diferentes a lo consagrado por la cultura dominante, que se tiene por incuestionable e inamovible, está claro que en los años 60 abarcó al movimiento antibelicista y al feminismo, a la lucha por los derechos civiles y a los ecologistas, a las Panteras Negras y a la Nueva Izquierda. Igualmente, que la contracultura no es nueva: Eva desafió las normas del Paraíso.
[2] “El Movimiento Hippie se fundamenta en una base comunitaria, asentada en una ‘cultura alternativa’ (…) Estas nuevas comunas o comunidades conformaban familias alternativas al modelo socialmente establecido de núcleos familiares monogámicos, burgueses o patrimoniales. Su origen más o menos concreto se sitúa en 1965, cuando se crea una nueva comunidad al servicio de esta, con el fin de que todo el trabajo desempeñado por y para ella, volviera a los individuos que la conformaban. De esta manera, se crea una ‘microsociedad’ que ayudaba al autoservicio y la autosostenibilidad de ella misma. Su principal impulsor, Emmet Grogan, fue el primero en intentar combatir el hip bourgeoisie mediante el movimiento comunitario. De este modo, surge un nuevo movimiento, los Hippies, que junto a los Diggers, se convierten en los verdaderos pilares de las estructuras alternativas. Estas culturas se reúnen y se encuentran en las Comunidades Bohemiennes, que más tarde darán lugar al modelo de comuna que ha trascendido hasta la actualidad”, según escribe Paloma Mora Más en su tesis Movimientos de Contracultura: el Movimiento Hippie (2018), presentada para optar al grado de Humanidades en Estudios Interculturales en la Universitat Jaume I, Castellón, España.
[3] Drop City existió en realidad, fue fundada en 1965 en Trinidad, Colorado. En el documental Drop City (2012) se cuenta su historia y en la página web de la cinta (https://www.dropcitydoc.com/about) está la siguiente sinopsis: en 1962, Gene Bernofsky, Jo Ann Bernofsky y Clark Richert eran estudiantes de la Universidad de Kansas, en Lawrence. Gene y Clark desarrollaron el concepto “Drop Art” (acuñando el término mucho antes del eslogan de la época, “Turn on, tune in, drop out”/ “Encender, sintonizar, abandonar”). Dejando caer obras de arte desde la azotea de un loft en Lawrence, hacían del arte una parte espontánea de la vida cotidiana frente a una sociedad que veían cada vez más materialista y belicista. En 1965, compraron un pequeño terreno cerca de Trinidad, Colorado, y lo llamaron Drop City. Pronto se les unieron otros artistas, escritores e inventores y empezaron a construir una comunidad que celebraba el trabajo creativo. Las deslumbrantes estructuras de Drop City se basaban en las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller y en los diseños cristalinos de Steve Baer, pionero en estructuras geométricas y energía solar. Los droppers tenían poca experiencia en construcción, pero estaban llenos de ingenio. Las cúpulas no costaban casi nada y se fabricaban con materiales de desecho. En 1966, el propio Fuller los honró con su premio Dymaxion por sus “logros estructurales poéticamente económicos”. Drop City suscitó el interés nacional e internacional e inspiró a una generación de comunidades alternativas, pero la avalancha de atención provocó el hacinamiento y acabó siendo abandonada. Drop City es ahora reconocida como la primera comuna rural de la década de 1960. Un tráiler del documental dirigido por Joan Grossman puede verse aquí https://vimeo.com/56049550.
[4] Hippy o hippie en inglés. En español, el diccionario de la RAE registra la voz “jipi”. “Como se puede adivinar, la palabra hippie deriva de la palabra hip, que significa estar al día y a la moda. Se cree que este significado de ‘hip’ se originó en los afroamericanos durante la era Jive de los años 30 y 40. En los años 50, ‘hip’ se aplicaba comúnmente a los Beat, como Allen Ginsberg y Jack Kerouac, que representaban e inspiraban a las comunidades de artistas bohemios de San Francisco, Los Ángeles y Nueva York. Estos escritores y pensadores Beat eran idolatrados por un número cada vez mayor de jóvenes en la década de 1960, y en 1965 un floreciente movimiento contracultural comenzó a converger en el distrito de Haight-Ashbury de San Francisco. El término hippie pronto fue aplicado por los periodistas locales a esta nueva subcultura, y la palabra ganó reconocimiento nacional (y pronto internacional) en 1967 gracias en gran parte al uso frecuente del epíteto por el columnista del San Francisco Chronicle Herb Caen. El término puede ser descriptivo o despectivo y no fue utilizado inicialmente por los jóvenes para describirse a sí mismos”, según la Enciclopedia Británica.
[5] Jorge Ordóñez Valverde, docente e investigador de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Javeriana (Cali, Colombia), en el artículo “La banda sonora de la contracultura” (publicado en 2013, en la edición 72 de la desaparecida revista colombiana La Tadeo), escribe: “El rock es indisociable de todo el movimiento histórico, político y cultural de las extraordinarias décadas de los 60 y 70. ¿Quién no recuerda al virtuoso Jimi Hendrix en
trance, durante el concierto de Woodstock en 1969,
tocando en su guitarra los acordes de Bandera Tachonada
de Estrellas —el himno de los Estados Unidos— al tiempo
que, punteando las cuerdas, hacía un sonido semejante a las bombas que caían en Vietnam? El rock estuvo desde siempre vinculado a la cultura juvenil, y mucho más que otras músicas se integró estrechamente a su imaginario (…) Esta generación se valió del rock como medio de autodefinición, como un emblema para marcar la identidad del grupo, como lo ilustra la relación entre los artistas y las tribus urbanas: Elvis y los teds, The Who y los mods, el reggae y los rastas,
el folk y la psicodelia y los hippies, Iron Maiden y los heavies, etc. La manera de ser joven ha estado definida por los patrones impuestos de este movimiento cultural”. Acota que “la juventud rockera se asoció a una serie de actividades culturales de un marcado carácter político, y el rock no se limitó a ser la música de fondo de las sentadas y las protestas de los jóvenes universitarios, o de las acciones políticas y militantes de las Panteras Negras, o de la subversiva moral de la vida de las comunas; el rock estuvo presente en su misma esencia ideológica. Desde la evolución del folk a la música protesta —recordemos esa imagen sublime de Joan Baez y Bob Dylan al fin reunidos artística y sentimentalmente—, el rock fue protagonista de la revolución juvenil”.
[6] En El nacimiento de una contracultura, Roszak señala: “Por tecnocracia entiendo esa forma social en la cual una sociedad industrial alcanza la cumbre de su integración organizativa. Es el ideal que los hombres suelen tener en mente cuando hablan de modernizar, poner al día, racionalizar o planificar. Para superar los desajustes y fisuras anacrónicos de la sociedad industrial, la tecnocracia opera a partir de imperativos incuestionables, tales como la necesidad de más eficacia, seguridad social, coordinación en gran escala de hombres y recursos, crecientes niveles de abundancia y manifestaciones del poder colectivo humano cada vez más formidables. La meticulosa sistematización que Adam Smith celebrara en su conocida fábrica de alfileres se extiende ahora a todas las áreas de la vida, dándonos una organización humana comparable a la precisión de nuestra organización mecánica material. Llegamos así a la era de la ingeniería social en la que el talento empresarial ensancha su campo de operaciones para orquestar todo el contexto humano que rodea (…) La política, la educación, el ocio, las diversiones, la cultura en su conjunto, los impulsos inconscientes e, incluso, como veremos, la protesta contra la tecnocracia misma, todo se convierte en objeto de examen puramente técnico y de manipulación puramente técnica”. Es muy difícil oponerse a ella porque se caracteriza por “presentarse ideológicamente invisible. Sus concepciones sobre la realidad, sus valores, son tan sutilmente penetrantes como el aire que respiramos. Mientras prosigue el cotidiano debate político entre y dentro de las sociedades capitalistas y colectivistas del mundo, la tecnocracia incrementa y consolida su poder en unas y otras, como un fenómeno transpolítico que solo sigue los dictados de la eficiencia industrial, de su racionalidad y necesidad”.
Por su parte, Rafael Dezcallar, en el artículo “Contracultura y tradición cultural”, publicado por la Revista de Estudios Políticos del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (España) en 1984, afirma que “la crítica básica de la contracultura a la tecnocracia es una crítica a la afirmación de que existe un consenso social básico sobre los objetivos últimos que debe perseguir la acción colectiva en las sociedades industriales, así como a la forma de dominación (justificada en nombre de la eficacia técnica) a que todo ello da lugar. Es una crítica a la tesis, de hondas raíces positivistas, de que todas las necesidades humanas socialmente relevantes pueden ser definidas por órganos centralizados en nombre de supuestos principios objetivos, y controladas por expertos: expertos en el arte de vivir, de matar, de amar y de ser amado (…) La contracultura rechaza que el conocimiento científico sea la única forma de conocimiento real, y que todos los demás sean inciertos, ilusorios, poco de fiar. Existen otros canales de conocimiento, que la tecnocracia reprime implacablemente no porque sean falsos sino porque su exploración, por otra parte necesaria para la ‘plena’ realización del ser humano, haría imposible el mantenimiento de la relación de poder que los técnicos ejercitan sobre los aspectos más íntimos de la vida cotidiana”.
[7] El distrito de Fillmore era un área de San Francisco que sobrevivió al terremoto de 1906 y tenía un historial de tolerancia e integración social. Hasta la década de los 40, era común ver allí a filipinos, mexicanos, rusos, japoneses y judíos viviendo como vecinos. Los afroamericanos llegaron tras Pearl Harbor: al tiempo que los japoneses eran llevados a campos de concentración, a aquellos les dieron boletos de tren gratis para que viajaran al oeste, a trabajar en los astilleros de San Francisco y Richmond, y muchos de estos trabajadores ocuparon las viviendas dejadas por los confinados. La población negra de la ciudad se multiplicó hasta sumar unas 30.000 personas de color en 1945 y este aumento provocó en el Fillmore un auge de clubes nocturnos, negocios y restaurantes y bares propiedad de negros: era el Harlem del Oeste. “Si usted caminaba por la calle Fillmore de San Francisco en la década de 1950, lo más probable es que se encontrara con Billie Holiday saliendo de un restaurante. O a Ella Fitzgerald probándose sombreros. O a Thelonious Monk fumando un cigarrillo”, se cuenta en el artículo “Cómo la ‘renovación urbana’ diezmó el distrito de Fillmore y se llevó el jazz con él”, que leo en el sitio web de KQED, una alternativa comunitaria a los medios de comunicación comerciales del norte de California, y en el cual baso esta nota. Todo cambió en los años 60, cuando el Fillmore, ahora mayoritariamente negro, se convirtió en el objetivo de renovación urbana de San Francisco según la Ley de Vivienda de 1949, firmada por el presidente Harry Truman y que autorizaba la demolición y reconstrucción de los barrios urbanos considerados como tugurios. “Esta política —‘reurbanización’— se dirigía específicamente a los barrios de bajos ingresos y no blancos. Se cerraron clubes de jazz (…) Los residentes se vieron obligados a abandonar sus hogares, a menudo sin mucho aviso o una compensación adecuada. Para los planificadores de la ciudad, se trataba de una renovación urbana, pero para los residentes del Fillmore parecía otra cosa. En el documental de James Baldwin de 1963, Take This Hammer (…) Baldwin llega a San Francisco para entrevistar a los residentes negros de la ciudad. Conduciendo por barrios como el Fillmore, comenta que la reurbanización es ‘la eliminación de los negros’ y que, a pesar de la imagen progresista de San Francisco, no era diferente de Birmingham, Alabama”.
[8] En su artículo, Dezcallar cita el estudio The Woodstock Census. The nationwide survey of the sixties generation (1979), de Rex Weiner y Dianne Stillman: 95% de quienes respondieron la encuesta eran blancos; 93% había ido a la universidad y, entre ellos, 35% siguió estudios de posgrado. Solo 4% había ido a Vietnam. “No parece exagerado tildar a la contracultura de fenómeno de clase media”, anota el autor.
[9] “Aunque la contracultura reclamaba una libertad sexual total, no emancipaba a las mujeres de la dominación masculina. De hecho, eran sobre todo los hombres los que hablaban en público, recibían toda la atención y se divertían en la lucha por la liberación cultural mientras las mujeres hacían el papeleo, los platos, la colada y todas las tareas del hogar”, afirma Melisa Kidari en su libro The Counterculture of the 1960s in the United States: An Anternative Conciousness”. La encuentro citada en The times are-a-changin’: Contracultura y música de la década de los sesenta en Estados Unidos (2021), tesis de Mikel Bilbao Martín para optar al grado en Historia en la Universidad del País Vasco, España.
[10] Cuando por fin encuentro a Otto me dice:
—Tengo algo en mi casa que te va a dejar flipada.
Y cuando llegamos allí veo en el suelo de la sala de estar a una niña, vestida con un abrigo corto y leyendo un tebeo. No para de relamerse con gesto concentrado y lo único raro que le veo es que lleva pintalabios blanco.
—Tiene cinco años —dice Otto—, y va de ácido.
La niña de cinco años se llama Susan y me cuenta que va a la guardería para mayores. Vive con su madre y con otra gente, acaba de pasar el sarampión, quiere una bicicleta para Navidad y le gustan sobre todo la Coca-Cola, el helado, Marty de los Jefferson “Airplane, Bob de los Grateful Dead y la playa. Recuerda que fue a la playa una vez hace mucho tiempo y dice que ojalá se hubiera llevado un cubo. Ahora ya hace un año que su madre le da ácido y peyote. Susan lo describe como “colocarse”.
Yo empiezo a preguntarle si hay más niños en la guardería que se colocan, pero me fallan las palabras clave.
—Te está preguntando si los demás niños de tu clase se activan mentalmente, si se colocan —le dice la amiga de su madre que la ha traído a casa de Otto.
—Solo Sally y Anne —dice Susan.
—¿Y Lia? —le apunta la amiga de su madre.
—Lia no va a la guardería —dice Susan.
El fragmento pertenece a “Arrastrarse hacia Belén” (1967), de la cronista estadounidense Joan Didion (1934-2021), quien en su libro homónimo retrató el centro de la contracultura, su California natal. La crónica la leo en Los que sueñan el sueño dorado, una selección de sus escritos.
[11] “La Contracultura de los años sesenta estuvo caracterizada por la música rock, las drogas psicodélicas, las comunas y, por supuesto, las filosofías orientales. Sin embargo, una de las características más importantes y revolucionarias fue la nueva espiritualidad que se profesaba, el viaje a la Psicodelia a través de las drogas y el nuevo estilo de vida que, tanto las drogas como esta nueva espiritualidad, les ofrecían a los hippies”, recuerda Mora Más en su trabajo de grado. “La nueva espiritualidad que defendía y promulgaba el Movimiento Hippie se basaba en filosofías orientales, puesto que estas encontraban la virtud en el ser y la mente, volviendo al individuo en algo puro y sabio. Para ser más concretos, se basaron en la Filosofía Hindú, en varias de ellas, en realidad, como el zen, el yoga, el taoísmo, el sufismo y el tantrismo, entre otros (…) Por eso mismo crece el sentimiento en contra de ideologías tradicionales, autoritarias y doctrinarias. La Contracultura defiende la supremacía de la persona antes que la supremacía doctrinal, es decir, parte del convencimiento íntimo de que cada persona tiene plena libertad y poder para hacer y vivir según su propio criterio”. Todas esas filosofías irracionales buscaban, más que la verdad, las experiencias psicológicas “y qué mejor manera de vivir experiencias psicológicas que con el consumo de las drogas. La intención de vivir experiencias psicodélicas o experiencias ‘expandidoras de la psique’, hace, a partir de los años setenta, que el consumo de drogas aumente notoriamente, convirtiendo estas experiencias en un peligro real, ya que el consumo había provocado adicciones y verdaderos abusos (…) La Marihuana ocupó rápidamente un lugar clave en las drogas de moda y más después de darse cuenta que era un catalizador de percepciones ópticas y auditivas que ayudaban a abrir la mente y el entendimiento a nuevas percepciones, antes ocultas”. Agrega Mora Más que “durante el período hippie de los años sesenta, comienza, no solo el excesivo consumo de sustancias estupefacientes, sino también la difusión del LSD, convirtiéndola en una filosofía instaurada en la sociedad. A mitad de esta misma década, el consumo de drogas ya no era una mera cuestión de los nuevos movimientos de la contracultura, sino que se había convertido en una manera de redescubrir el yo interior de uno mismo. Así, y bajo la influencia de las drogas, nace el famosísimo submovimiento del Flower Power. Durante unos años, el Flower Power ofrecía una nueva visión de snobismo-filosófico de la mano de Timothy Leary, haciendo de éste, un movimiento dadaísta y psicodélico. Con esta nueva visión sobre el mundo, se crea el Acid Test de mano de Jefferson Airplane, fundador de la experiencia comunitaria- artística- social que más tarde dará lugar al ‘turn on, turn in, drop out’”.
Entretanto, según Roszak, “la ‘revolución psicodélica’ puede reducirse a un sencillo silogismo: si cambiamos la mentalidad actual podremos cambiar el mundo; el uso de drogas ex opera opéralo altera nuestra mentalidad. Por lo tanto, el empleo generalizado de la droga cambiaría el mundo”. El historiador estadounidense está citado en el libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (2004), cuyos autores, Joseph Heath y Andrew Potter, apuntan a su vez que “la idea de que tomar drogas pudiera ser revolucionario se veía obviamente reforzada por la existencia de las leyes antidroga. Los revolucionarios contraculturales veían una lógica en todo ello. El alcohol, que atonta y adormece los sentidos, es completamente legal. Mientras papá siga tomándose un whisky al salir de trabajar, podrá seguir aguantando su infierno doméstico. Pero la marihuana y el LSD, en vez de anular los sentidos, sirven para liberar la mente. Por eso están prohibidos por el ‘sistema’. Estimulan el inconformismo y son una amenaza demasiado grande para el orden establecido”.
[12] La novela de Boyle finaliza sin que se diga nada definitivo sobre el futuro de Drop City Norte. Por diversos motivos varios se habían marchado, incluido Norm bajo la promesa de que regresaría, y lo último que se relata es que están celebrando la Navidad y esperando a Sess y Marco, que habían salido de caza. Si la experiencia continuó después de aquel primer diciembre en Alaska, en el más optimista de los casos debe de haber durado solo hasta mediados de los 70 o poco más, porque para ese entonces los colores del movimiento hippy ya estaban muy desteñidos. En 1980, el escritor mexicano José Emilio Pacheco publicó Desde entonces, y hay allí un poema brevísimo que anticipa la descripción aplicable en esa década a muchos de los antiguos hippies: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los 20 años”.
“La contracultura lleva cuarenta años jugando a lo mismo, y obviamente no funciona. Los hippies expresaban su rechazo del consumismo de la sociedad estadounidense con collares largos, sandalias y zuecos Birkenstock y el Volkswagen Escarabajo. Pero a partir de 1980 esa misma generación —la del ‘amor universal y el poder de las flores’— protagonizó la reaparición del consumo conspicuo más flagrante de la historia de Estados Unidos. Los hippies se hicieron yuppies (…) Aunque no hay duda de que en Estados Unidos se produjo un conflicto cultural entre los miembros de la contracultura y los partidarios de la tradición protestante, nunca se produjo una colisión entre los valores de la contracultura y los requisitos funcionales del sistema económico capitalista”, escriben Heath y Potter. Como se advierte desde el propio título de su obra (Rebelarse vende. El negocio de la contracultura), estos autores sostienen una evaluación negativa del legado de la contracultura: “En este libro mantenemos que varias décadas de rebeldía ‘antisistema’ no han cambiado nada, porque la teoría social en que se basa la contracultura es falsa. No vivimos en la ‘matriz’, ni tampoco vivimos en el ‘espectáculo’. Lo cierto es que el mundo en que vivimos es mucho más prosaico. Consiste en miles de millones de seres humanos —cada uno de ellos con su propio concepto del bien— intentando cooperar con mayor o menor éxito. No hay ningún sistema único, integral, que lo abarque todo. No se puede bloquear la cultura porque ‘la cultura’ y ‘el sistema’ no existen como hechos aislados. Lo que hay es un popurrí de instituciones sociales, la mayoría agrupadas provisionalmente, que distribuyen las ventajas y desventajas de la cooperación social de un modo a veces justo, pero normalmente muy injusto. En un mundo así, la rebeldía contracultural no sólo es poco útil, sino claramente contraproducente. Además de malgastar energía en iniciativas que no mejoran la vida de las personas, sólo fomenta el desprecio popular hacia los falsos cambios cualitativos”.
Dezcallar fue más equilibrado en su juicio de mediados de los 80: “La contracultura ha cumplido el importante papel de describir la manera en que la tecnocracia funciona en las sociedades industriales capitalistas, poniendo el acento en las relaciones de explotación política, casi siempre descuidadas por los movimientos revolucionarios tradicionales; pero no ha prestado la suficiente atención a los vínculos entre la explotación económica y la política, ni sobre todo a la relación entre la alienación individual y la colectiva. Concentrándose especialmente en la primera, no ha existido el nivel de concienciación y de compromiso necesarios para luchar de manera eficaz y continuada por la segunda. Y sin embargo, la una no puede ir sin la otra: intentar separarlas sólo puede llevar a los paraísos privados…”. Con todo, este autor español no le negaba vigencia al pensamiento contracultural, que en su opinión apuntaba “en la dirección en la que tienen que ir los movimientos que traten de transformar las sociedades industriales contemporáneas en un sentido revolucionario (…) la tesis contracultural de transformar la vida cotidiana, de revolucionar la experiencia diaria como medio fundamental para el cambio, rechazando a los partidos burocratizados y a las grandes organizaciones que reproducen relaciones jerárquicas y aplazan indefinidamente la liberación personal de cada uno, es quizá la única que puede poseer el atractivo necesario para galvanizar los esfuerzos de amplios sectores de las sociedades industriales contemporáneas. Marx en La ideología alemana claramente configuró la alienación como un concepto que contenía dos componentes, uno económico —la apropiación de la plusvalía por la clase burguesa— y otro político —la falta de control real del trabajador sobre los frutos de su trabajo—. El fin de la alienación ha de suponer necesariamente la eliminación de esos dos componentes, y, sin embargo, los partidos y las organizaciones marxistas han insistido sobre todo en el primero y han relegado el segundo al plano de los píos deseos. La contracultura, con su insistencia en el pleno desarrollo de cada persona, trata de concentrarse en el segundo componente. En la delicada tarea de tratar de compaginar uno y otro elemento de la lucha emancipadora fue precedida por los anarquistas, cuya influencia sobre el movimiento contracultural es evidente, y sobre cuyos fracasos históricos podrían haberse extraído conclusiones muy instructivas”.
Roszak murió el 5 de julio de 2011 y en la nota necrológica de El País (España) del 21 de ese mes se indicaba que el padre del término contracultura, en un texto titulado “Summer of love”, publicado en ese diario en 1987, “recordaba que aquel movimiento tuvo, al lado de pasos que llevaban a callejones sin salida, virtudes más que apreciables. Por ejemplo, fue una época en la que los jóvenes ocuparon los campus universitarios y las calles de las ciudades para discutir sobre ‘la paz, la justicia, la libertad personal, el gobierno de todos’ con un ‘claro rechazo’ al ‘control de arriba abajo’ (…) Jóvenes que expresaban, escribió Roszak, ‘un profundo sentimiento de renovación y un descontento radical’ provocando suspicacias en quienes hubieran querido que ‘fuesen movimientos organizados, con su sede central, su comité ejecutivo’. Y, al final de una reflexión sobre las influencias místicas y orientalizantes, se preguntaba: ‘¿Por qué habría de aceptar la juventud disconforme que la generación anterior tiene algo importante que decirle sobre la acción política práctica?’”.