Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos
En los comentarios que siguen a la novela La serpiente sin ojos (2012), última de su trilogía sobre los primeros viajes de los europeos al Amazonas, el escritor colombiano William Ospina confiesa que con los años aprendió que esta es una novela de amor, tanto como Ursúa (2005) es un libro de guerras y El país de la canela (2008) lo es de viajes. A la clasificación del autor habría que agregar que las tres son novelas sobre la identidad de América Latina. Desde el idioma hasta la religión predominantes y desde las artes hasta sus instituciones políticas, a la región en general puede reconocérsele como perteneciente al ámbito cultural europeo (J.M. Briceño Guerrero dixit), pero así como la exuberancia natural de estas tierras desbordó el lenguaje de los conquistadores, de igual manera la nación surgida luego del encuentro de 1492 se resiste a definirse por una sola de sus fuentes primigenias. El Nuevo Mundo, que fue nombrado de tal forma por oposición a lo que hasta el grito de Triana se tenía en Occidente por los territorios conocidos, continuó siéndolo después: se impuso el orden material y espiritual europeo sobre imperios y comunidades autóctonos exterminados y sobre los africanos desterrados, que ya viajaban vencidos en las insalubres bodegas de los barcos negreros, pero el resultado de este violento proceso no fue la mudanza de lo europeo a estas latitudes sin más, sino una cultura inédita, nueva precisamente, tributaria de lo indígena, lo europeo y lo africano, pero que no puede reducirse a ninguno de ellos ni, por lo demás, considerarse petrificada en un período histórico.
La identidad colectiva, como la individual, no es de una vez y para siempre. No se trata de un conjunto homogéneo, puro y cerrado de creencias, valores y experiencias compartidos por una comunidad de individuos que se establece en un momento dado y es inmutable desde entonces. Al contrario, es un nosotros plural, permeable y flexible, en permanente construcción-deconstrucción, tanto por la marea de sus corrientes internas como por su apertura a los otros, una síntesis en movimiento de cambiantes, diversos y contradictorios elementos culturales, políticos, económicos, históricos… En la concepción estática-purista o esencialista, por ejemplo, la identidad latinoamericana verdadera se encuentra en el pasado precolombino o en la simbiosis de los valores indígenas y la cultura católica durante la conquista y la colonización: en cualquier caso, se trataría de un sustrato escondido, abandonado, traicionado por las élites ilustradas de la Independencia, primero, y por los sucesivos intentos modernizadores, después. En el enfoque dinámico, en cambio, la identidad latinoamericana es concebida como un proceso identitario en el que pasado y presente se mantienen en tensión y en donde cada nuevo aporte o transformación no supone una ruptura absoluta con lo precedente. En palabras del propio Ospina (América Mestiza, el país del futuro, 2013): “Lo malo de nuestra realidad no es que sea tan múltiple, lo malo es la pretensión de que cada nuevo aporte sea una ruptura absoluta, la negación del pasado, la condena de su memoria y el definitivo olvido. Aprendimos a resumir nuestra historia en etapas diciendo: Descubrimiento, Conquista, Colonia, Independencia y República. Pero ya esa lista mostraba, en plena República, la persistencia de la Conquista”.
De modo que la pregunta sobre la identidad latinoamericana no debería ser quiénes somos, sino quiénes hemos venido siendo desde que el navegante genovés le escribiera a sus majestades católicas que había encontrado el paraíso terrenal e inflamara el espíritu europeo con la idea de que los sueños más delirantes estaban al alcance de la mano: bastaba con acercarse a Sevilla, hacerse lugar en cualquier navío y soportar algunas semanas de las penurias bamboleantes del viaje hasta la otra orilla para formar parte de la empresa conquistadora. Oro-gloria-evangelio fue la poderosa fórmula que capturó la imaginación de cientos y los hizo arriesgar sus vidas en territorios inexplorados, Pedro de Ursúa entre ellos.
Contaba con solo 16 años cuando supo de ese mundo donde todo era prodigio por boca de un pariente de su madre, Miguel Díez de Aux, quien se fingía regente de Borinquen y había vivido tres décadas en las Indias Occidentales: “... el tesoro de México, la plata del Perú, las perlas de las costas de Tierra Firme, no eran más que el comienzo. Aquello era un mundo entero por explorar, con más canela aromada que Arabia, con más zafiros que Cipango. Los pueblos se asentaban sobre montañas que tenían espinazos de oro. El metal corría en arenas por los ríos, se encontraban bolas doradas en el buche de los caimanes y plumas de oro en las alas de los pájaros, y en un lugar secreto de los nuevos dominios, juraban los nativos, estaba bien guardada una ciudad de oro”. Sus palabras fueron suficientes para que prendiera la fantasía y aquel muchacho navarro de familia principal se embarcara al año siguiente, 1543, con la intención de fundar ciudades, salvar almas y acumular tesoros e historias gloriosas. Lo hizo junto a otros adolescentes de Navarra, pero solo él viajaba con una carta con la insignia de los Austrias en la que el emperador, Carlos V, expresaba que vería con buenos ojos que el portador fuera recibido y ocupado en asuntos dignos de su sangre y su mérito.
Aunque Díez de Aux no era regente de la isla y la carta servía de poco entre hombres más inclinados a la desobediencia que a seguir instrucciones imperiales, la buena estrella de Ursúa lo colocó en un lugar destacado de la Conquista. Se encontraba en Perú, con sus sueños evaporados en la eterna antesala del virrey, cuando una misiva de su madre lo enteró de que su tío materno, Miguel Díaz de Armendáriz, había sido nombrado juez de residencia para encargarse de cuatro gobernaciones y enjuiciar a Pedro de Heredia, fundador de Cartagena; Alonso Luis de Lugo, gobernador del Nuevo Reino de Granada; Sebastián de Belalcázar, que fundó Quito, Cali y Popayán, y a Pascual de Andagoya, gobernador de San Juan. “Díaz de Armendáriz, demorado sin remedio en Cartagena, y exasperado por los reclamos de Santafé, empezó a considerar la posibilidad de delegar para el gobierno de las montañas al único hombre en quien podía confiar en esos días confusos. Si a él lo retenía el deber, ¿no podría hacer algo mientras tanto, aunque sólo tuviera diecisiete años, ese pariente suyo, venido también de las colinas de Navarra? Al hermoso sobrino no le faltaba carácter ni don de mando, y era urgente tomar con firmeza las riendas de estos reinos indóciles”.
Ursúa fue teniente gobernador de Santafé y de Santa Marta, y ganaría cuatro guerras contra diferentes naciones indígenas antes de que por segunda vez viera palidecer el brillo de su fortuna. En las Indias Occidentales “nada logra volverse costumbre, la sorpresa es el hábito, y cada día trae su sabor mezclado de frustración y milagro”, advierte el narrador de Ursúa y los capitanes de la conquista podían encumbrarse con rapidez para luego caer en desgracia con idéntica velocidad. Todos jugaban con los naipes de la codicia y la vanagloria, y ganar o perder tanto podía deberse a la puñalada donde antes estuvo el abrazo como a un soplo de intriga en la oreja adecuada de la burocracia imperial. “Ursúa sintió la fiebre. Nueve años de luchas a favor de la Corona y en busca del futuro parecían desplomarse de pronto (…) con la llegada de Montaño (el nuevo oidor) habían llegado las demandas contra él, acusándolo de irregularidades en el manejo de las encomiendas, del saqueo de tumbas en la Sabana, y sobre todo de numerosas crueldades con los indios: le iban a cobrar no sólo las guerras del sur y las de Pamplona, sino la muerte a cuchillo de los caciques muzos y hasta sus recientes combates contra el Tayrona. De acuerdo con un bando clavado en la puerta de las iglesias, iba a ser juzgado por violar gravemente las Nuevas Leyes de Indias que era su deber implantar en la Sabana”.
El joven navarro respondía más a la sangre guerrera y de mercaderes codiciosos del linaje de su padre, Tristán de Tudela, que a la herencia de obispos y escribanos de la familia de su madre, Leonor Díaz de Armendáriz: su interés residía más en conquistar que en gobernar, distinguiéndose de otros capitanes al servicio de la Corona que también deseaban organizar y administrar ciudades en los nuevos dominios debidos a su arrojo y espada; unos incluso, como Gonzalo Pizarro y Lope de Aguirre, ambicionaron fundar reinos independientes de Castilla. También había un matiz en su vocación de crueldad y violencia: “Los mismos nativos que padecían sus brutalidades en la batalla merecían su atención y hasta su compasión fuera de ella. Pero la batalla, el campo sin ley, la selva de las transgresiones, el crimen bendecido por Dios, lo enardecía. En medio de los conflictos era capaz de destrozar la materia viviente, de azuzar perros carniceros contra los desnudos hijos de la tierra, y hasta creo que habría sido capaz de beber sangre humana. Una vez salido de aquel trance, volvía a ser el muchacho elegante de barba florida y mirada de halcón, que hacía bromas y encantaba a sus contertulios en las posadas de los puertos, que casi enamoraba a las tropas con su buen trato, su distinción y su belleza”, comenta el cronista de su aventura.
Con todo, Ursúa, de quien hoy se diría que era un hombre con carisma y algunos escrúpulos, representaba la condición y actitud del conquistador: no era soldado de profesión (la Conquista, a diferencia de la reunificación de España, no fue una empresa dominada por la casta aristocrática-militar), creía en la superioridad de los cristianos sobre esos pueblos bárbaros, veía en cada acción una prueba a favor de su Dios y la fuente de su tozudez para prevalecer pese a todos los riesgos y obstáculos era la perspectiva de enriquecerse. “Sentían también que tomaban parte de una aventura histórica y que la victoria significaría la inscripción de sus nombres en una lista de inmortales junto a los héroes de la antigüedad clásica”, escribe J.H. Elliott, Regius Professor en Historia Moderna de la Universidad de Oxford, en su ensayo “The Spanish Conquest and settlement of America”, en The Cambridge History of Latin America I. Colonial Latin America (1984).
Los conquistadores se veían a sí mismos como encarnaciones de un mandato divino y en sus contactos iniciales aztecas e incas los consideraron dioses directamente: para los primeros, Quetzalcóatl había partido por el este y por el este regresaba; para los segundos, Viracocha se había ausentado por los mares del oeste y por ahí venía ahora, justo en los tiempos previstos por sus mitos ancestrales. En Tierra Firme los indígenas ignoraban por entonces el exterminio que ya estaba avanzado en las islas del Caribe, pero pronto tuvieron sus propias evidencias de que no se trataba de deidades benignas, sino de hombres con la promesa de destrucción de sus mundos. Primero cayeron en cuenta de que eran mortales y luego aprendieron a montar caballos y hasta disparar armas de fuego, pero ya era demasiado tarde para evitar la derrota porque los europeos no solo gozaron de la ventaja inicial conferida por la pulmonía y la viruela negra, los caballos y los perros, la pólvora y la confusión, sino que también comprendieron el modo de ser indígena antes que estos el del conquistador, un elemento fundamental para explicar la victoria de unos pocos de cientos sobre miles, según Tzvetan Todorov (La conquista de América. El problema del otro, 1982).
Fue un avance enorme la admisión de que estos seres humanos de caoba tenían alma y de que, en consecuencia, no podía explotárseles como animales, que para evitarlo se promulgaron las Nuevas Leyes de Indias, pero una cosa pensaba Bartolomé de las Casas, que las impulsó, y otra los conquistadores, que se oponían a ellas. “Ninguna esperanza podía tener la corte de que se acataran unas leyes que los encomenderos leían rabiando y gruñendo, dando puñetazos de hierro en las toscas mesas de las posadas y en las mesas finamente servidas de las haciendas, y hasta escupiendo sobre el águila de dos cabezas de la casa de Austria, pero emitirlas salvaba la conciencia de los reyes y de las altas potestades por la brutalidad de estos hombres que no vacilan ante el crimen y que ven en los pueblos de indios manadas odiosas: carne de servidumbre si se someten, cercos de sediciosos si se resisten, y, cuando se alzan en selvas de plumajes y en estruendo de cascabeles para la rebelión, criaturas de la estirpe de los demonios”, describe el relator de las andanzas de Ursúa. Entre los conquistadores hubo interés en comprender a los indios, pero no para apoyar una evangelización persuasiva ni para brindarles un mejor trato, menos para reconocerlos como sujetos con derecho a su mejor gobernarse según sus creencias y costumbres (algo que tampoco estaba en la intencionalidad de la Iglesia católica ni de la Corona), sino por razones utilitarias: saber cómo dividirlos, engañarlos y, al fin, derrotarlos; conocer dónde estaban El Dorado y los bosques de canela, las montañas de plata y el país de las amazonas, la ciudad de las esmeraldas y la fuente de la eterna juventud: los lugares que anidaban en las leyendas y en sus delirios.
Ursúa conocía que los indios se atenían a los acuerdos con sus enemigos y que no asesinaban a alguien desarmado, ni siquiera hambriento, como supo por la historia de Francisquillo, un guerrero temible que ofrendaba a sus oponentes con ricos alimentos para que estuvieran en condiciones de pelear con vigor y resultara honroso derrotarlo. Era un código de honor del que supo y que en lugar de aplicarlo para que sus victorias se debieran solo a su valor y audacia, lo omitió para garantizarlas con engaños y traiciones e inútiles crueldades. En su primera avanzada contra los muzos hizo ahorcar a trece de los caciques vencidos. En la segunda oportunidad actuó con tanta saña, que los muzos ofrecieron la paz a cambio de garantías para los jefes y sus pueblos. Ursúa les prometió todo y logró que confiaran en su palabra, pero en la feria convocada para celebrar los acuerdos prefirió creer en los rumores de que los indios, sin saberse cómo, derrotados como estaban, iban a apresar a los españoles. “Y así llegó la hora de la gran vileza, porque Ursúa, sin permitirse averiguar más sobre la supuesta traición que se gestaba, convocó a todos los caciques a su presencia, con el pretexto de agasajarlos. No sólo acudieron, sino que llegaron con sus hermosos trajes de ceremonia: en medio de la fiesta, aquello era un incendio de mantas y de plumas, los tejidos más bellos de los hilanderos, las esmeraldas más preciosas que sólo los jefes podían ahora llevar (…) Y sé que Ursúa dio la orden a sus guardias de ir apuñalando a los caciques a medida que entraban en la barraca. Uno tras otro los jefes acudieron con sus adornos ceremoniales, y cuando desaparecían de la vista de sus gentes, en la propia casa del jefe de las tropas se fue consumando la matanza que todavía lloran los indios de aquellas regiones”.
Aparte de Francisquillo, el otro indio al que Ursúa tenía en alta estima era Oramín, a quien rescató herido del fondo de un barranco. Oramín solo podía ofrecerle su buen servicio como agradecimiento, pero le dio algo más definitivo para el navarro: la pista del tesoro que los muiscas de la Sabana habían ocultado antes de la llegada de los conquistadores. “Todo eso había pasado hacía menos de diez años, cuando el reino era todavía el solar de los muiscas, y cuando tuvo lugar la exaltación de Tisquesusa, quien concibió finalmente la astucia de ocultar el tesoro que todos los invasores habían adivinado o presentido, y sustraerlo a la codicia unánime de los visitantes. Fue una maniobra sagaz como pocas, obra de muchos días de trabajo y cautela, fuente de largas peregrinaciones, y tal vez ocasión de cruentos sacrificios humanos. Pero lo más admirable es el modo como llegó hasta los muiscas de la Sabana la advertencia de que ejércitos venidos de otro mundo habían derrotado a los reyes del imperio azteca y a los incas de las sierras del sur”. Ursúa oía el relato una y otra vez, obsesionado porque el indio le revelara los detalles de la ubicación de un caudal que creía predestinado para él: “el tesoro escondido de las tierras áureas, mucho más grande que los de Cortés y de Pizarro reunidos”. Su interés en esta historia se agotaba en esos límites codiciosos, se aburría cuando la voz de Oramín dejaba de hablar de la montaña, el río, los senderos por los que se decía que habían ido los enviados de Tisquesusa. No le importaba en absoluto el significado del oro para los indígenas: “Todos dicen que el oro está amasado en la misma sustancia que el sol, y lo llaman la carne del dios en la tierra, la cara que puede mirarse. Por eso todo objeto solar es para ellos rezo y amparo. Un casco de sol sobre la frente, un gran brazalete, un luminoso collar de murciélagos, un arco de sol saliendo de una fosa nasal y entrando en la otra, un resplandor martillado sobre el pecho, son el dios mismo entrando en la batalla, y no dejan lugar para el miedo (…) Todos los pueblos de estos reinos guardaron su memoria en objetos de oro”, relata el cronista.
El rescate de Oramín ocurrió en sus tempranos días de gobernador de Santafé y Ursúa no veía el día en que finalizaran sus obligaciones militares para dedicarse a encontrar lo escondido por Tisquesusa. Sin embargo, el indio no podía darle precisiones porque todos los enviados por el cacique se sacrificaron para guardar el secreto y a Ursúa le faltó tiempo para intentar la búsqueda del tesoro que creía del tamaño de su ambición y que lo redimiría de sus matanzas sin gloria: llegó antes la orden de captura del oidor Montaño. “Un mes después, Ursúa era nadie por los muelles de Nombre de Dios. Apenas recordaba en su desgracia, recorriendo a solas las rancherías de la costa, que había nacido príncipe, que había destrozado numerosos pueblos, que había alanceado y degollado y ahorcado a muchos hombres”.
En su amena Biografía del Caribe (1945), Germán Arciniegas escribe: “América aparece vestida de oro, perlas, plata y esmeraldas; sus bosques tienen perfume de canela y en ellos habitan gigantes, amazonas, enanos; en el mar, sirenas. Cuanto más se conoce, más seguros se hallan los conquistadores de que todo es prodigio (…) Pero de todas las leyendas, las dos más estupendas, las que determinan las empresas más descabelladas y heroicas, son las de El Dorado y la de la fuente de la eterna juventud. Durante muchos años, los que exploran en la América del Norte van en busca de la fuente que torna a los viejos mozos. Los que exploran el Sur, corren tras la ilusión de un cacique a quien, cuando se dirige a la laguna sagrada, arrojan sus súbditos puñados de oro en polvo hasta dejarle resplandeciente. Y así, lo que más tarde se llamará América del Norte y América del Sur, ahora no es sino o La Florida o El Dorado. Son dos aventuras a que se lanzan españoles, alemanes, ingleses, sobre los potros de su propia locura”.
Era una sed inextinguible y si Ursúa había visto desvanecerse su sueño del tesoro de Tisquesusa, ahora, en Panamá, tenía otro tan inmenso o más: quería conquistar la selva descubierta por Francisco de Orellana. Fue Juan de Castellanos, un letrado con varios años de peregrinación por las Indias Occidentales, a quien Ursúa conoció durante su última campaña en el Reino de la Nueva Granada y nosotros antes por la primera lectura de Ospina, Las auroras de sangre (1998), el hombre que le renovó el delirio. Ese andaluz, un “soldado que miraba y oía mientras los demás codiciaban y guerreaban”, como lo describe el escritor colombiano en su libro-homenaje al autor de Elegías de varones ilustres de Indias, 113.609 versos que inscribieron la Conquista en el espíritu humano, le habló a Ursúa de Juan Martín de Albújar, el único europeo que había podido llegar a la ciudad de Manoa: “Es una ciudad labrada en oro puro en medio de las selvas, y tan grande, que Martín de Albújar tardó dos días cruzándola a pie de un extremo a otro”. El español estuvo prisionero de los indios por diez años, pocos más pocos menos, y cuando por fin pudo escapar, una noche, tomando una canoa a la orilla de un río, navegó por tantos caños para evitar a sus captores que, una vez llegado a tierras de creyentes, ya no supo cómo reconstruir el recorrido de vuelta.
“Un bosque debe tener ciertas dimensiones para ser la propiedad de un hombre, un país ciertos límites para ser el dominio de un príncipe, un río cierto caudal para ser aprovechado y gobernado. Por encima de esos límites toda región del mundo sólo obedece a sus dioses”
A Juan de Castellanos debió el nuevo horizonte de su existencia y a Cristóbal, un mestizo seis años mayor que él, discípulo de Gonzalo Fernández de Oviedo y quien a la postre sería el relator de su historia, la posibilidad de alcanzarlo. Sus destinos se cruzaron en Panamá. De Ursúa ya sabemos todo lo que vivió para terminar en el istmo, pero para conocer la travesía de Cristóbal hasta la noche en que Ursúa le salvó la vida, hay que leer El país de la canela. Era hijo de una india de La Española y de uno de los hombres cercanos a Francisco Pizarro en la conquista del país de los incas. Cuando su padre murió, viajó al Perú con la intención de reclamar la herencia de encomiendas y minas que le pertenecieron, pero lo más que obtuvo del marqués Francisco Pizarro fue un puesto en la expedición de su hermano, Gonzalo, para buscar los bosques de canela, ese oro rojizo que, junto a la pimienta y el jengibre, la menta y el cardamomo, la nuez moscada y el comino, enloquecía con su sabor y aroma. “Un día, indios de la cordillera le contaron que al norte, más allá de los montes nevados de Quito, girando hacia el este por las montañas y descendiendo detrás de los riscos de hielo, había bosques que tenían canela en abundancia. Sé que los indios no pudieron haberle descrito todo con exactitud, porque las dificultades de comunicación eran muchas, pero Pizarro adivinó las arboledas rojas de árboles leñosos y perfumados, un país entero con toda la canela del mundo, la comarca más rica que alguien pudiera imaginar”.
Cien jinetes, ciento cuarenta peones acorazados, cuatro mil indios de las montañas, dos mil llamas y dos mil cerdos, e igual número de “perros de presa cebados y adiestrados para despedazar bestias y hombres”, fue la forma de aquella nueva locura. Al final solo encontraron árboles espaciados de una canela nativa, inexplotables para negocio alguno. Propenso a la cólera, como todos los hombres de su familia, Gonzalo Pizarro sintió que alguien tenía que pagar por ese fiasco en el que comprometió gran parte de la riqueza saqueada del Cuzco y ese alguien fueron los indios. Primero ordenó que se escogieran diez de entre ellos y los arrojaran en trozos a los perros, luego anunció que cada día haría aperrear a igual cantidad hasta que reconocieran su culpa por aquel fracaso y finalmente decidió acabar con todos: “Son más de tres mil malditas bocas que alimentar, si no los matamos no saldremos vivos de aquí, ni ellos ni nosotros”. Los pocos sobrevivientes lo fueron porque conocían el castellano y podían servir de intérpretes, además de que unos cuantos seguían siendo necesarios como porteadores. Los perros se comieron a los indios y los españoles se comieron a los caballos y a los propios perros, luego de que el fray que los acompañaba les asegurara que los indios no estaban en esa repugnante carne que ahora debían ingerir ellos mismos para sobrevivir.
En el fondo del fracaso, construyeron un bergantín y Francisco de Orellana propuso adelantarse con él en compañía de unos cuantos hombres, Cristóbal entre ellos, río abajo: había oído hablar a los indios de una gran laguna, con mucho alimento y poblaciones ricas. Pizarro avanzaría por tierra y se encontrarían en ese lugar. Meses después, más muertos que vivos, Orellana y sus hombres fueron vomitados por las impetuosas aguas del Amazonas en el mar. Para Cristóbal, serían Nueva Cádiz, su natal La Española, Roma (donde relataría a los cardenales el encuentro con las amazonas) y varias ciudades de Europa al servicio militar del emperador hasta convertirse en escribano de quien después sería nombrado virrey del Perú, Don Andrés Hurtado de Mendoza y Bobadilla, marqués del Cañete, los mojones del periplo que cumplió hasta que Ursúa lo sustrajo de la puñalada que se disponía asestarle uno de los que sobrevivieron con Gonzalo Pizarro yendo río arriba y que siempre consideraron que Orellana y los suyos los traicionaron. Ursúa sabía quién era Cristóbal y que podía ponerlo en contacto con el virrey para ofrecerle el servicio de acabar con el azote de los cimarrones en el istmo, avalado por sus triunfos en cuatro guerras. La estrella de Ursúa volvió a brillar y cuando regresó a Perú por segunda vez no tenía que hacer antesala: por la pacificación era uno de los hombres de confianza del virrey. Cristóbal, entretanto, le estaba agradecido pero no pensaba volver al infierno verde y el libro de viajes que es El país de la canela constituye, en realidad, la extensión del argumento con el que intentó, desde las últimas páginas de Ursúa, disuadir al capitán navarro de su idea de conquistar la selva de las amazonas y dominar el río que la atraviesa.
Le dijo cosas como estas: “Y lo peor es que los hombres mismos se vuelven feroces en contacto con esas ferocidades. La selva despierta en tus colmillos al caimán y en tus uñas al tigre, hace ondular la serpiente por tu espinazo, pone amarillos ávidos en tus pupilas y dilata por tu piel recelos como escamas y espinas. Los amigos se vuelven rivales, los hermanos se hieren como erizos que quisieran acompañarse, los amantes se devoran como la mantis religiosa en la cópula. Y esto lo digo de nosotros, no de los indios, que saben vivir esa condición con otros sueños y otros rezos, porque pertenecen a ese mundo y están comunicados con él. Nosotros, llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque sólo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley”.
O: “Cuantas veces intentamos desembarcar, hacer campamentos, sentir firmeza de tierra bajo nuestros pies, descansar de esa sensación de vértigo que produce el ir siempre sobre la corriente inestable, a merced del pesado declinar de las aguas, sentimos algo hostil en el aire que no siempre se resolvía en flechas o en insectos. Era un clima de horror impreciso, la conciencia de haber llegado a un mundo ajeno, donde nada nos comprende y donde casi nada comprendemos”.
Y también: “Un bosque debe tener ciertas dimensiones para ser la propiedad de un hombre, un país ciertos límites para ser el dominio de un príncipe, un río cierto caudal para ser aprovechado y gobernado. Por encima de esos límites toda región del mundo sólo obedece a sus dioses. Los faraones no intentaron avasallar el desierto, los mongoles no se atrevieron con el Himalaya; Europa puede retacearse en reinos humanos porque es pequeña, un mundo en miniatura, porque allí no hay verdaderos desiertos ni verdaderas selvas, y por ello se ha acostumbrado a llamar bosques a sus jardines y selvas a sus bosques. Lo único verdaderamente salvaje que produce la tierra europea son sus hombres, capaces de torcer ríos y decapitar cordilleras, de hacer retroceder las mareas y de reducir a ceniza sin dolor las ciudades y sólo por eso hasta quisiera verte midiendo la voluntad de tu sangre con la fuerza del río, el poder de tu brazo con los tentáculos de las arboledas inmensas”.
“Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. Una vistosa galería de canallas se destacaba sobre el horizonte de mediocridad de la soldadesca...”
Cristóbal no solo no convenció a Ursúa, sino que, veinte años después de que se prometiera a sí mismo no regresar a la selva infinita, terminó acompañándolo y lo que vivió primero como accidente con Orellana, una proeza que nada más consistió en sobrevivir, lo viviría de nuevo por propia voluntad. La vida del conquistador en las Indias Occidentales, sus campañas y ambiciones, las había conocido casi todas por el propio navarro, pero de su final trágico en la selva amazónica —del que nos advierte casi desde el principio de su largo relato—, fue testigo y su narración es La serpiente sin ojos. Fue ironía del destino que cuando Ursúa pudo concentrar todas sus energías en la consecución de su sueño y tuvo a su alcance todos los medios materiales para intentarlo, sellara su suerte por agrandar aún más una ambición que hacía palidecer los triunfos de Cortés y Pizarro y ya tenía una dimensión mitológica: aspiraba hallar y conquistar el “país fabuloso de Omagua, el reino de las amazonas, el tesoro incalculable de la oculta ciudad de El Dorado” y que en esos dominios reinara Inés de Atienza, la mestiza hija de Blas de Atienza, uno de los hombres del marqués Pizarro, y de una hermana de Atahualpa, rica por heredar las encomiendas, minas e indios de su padre, así como por el patrimonio de su temprana viudez, la mujer más hermosa y elegante del Perú, inquietante por su condición fronteriza entre el mundo español y el de los incas, de quien se había enamorado —nunca antes mejor dicho— perdidamente.
Advertido como estaba por Cristóbal sobre la rudeza y dificultades de adentrarse en la selva, Ursúa quería armar una expedición mejor preparada que la de Gonzalo Pizarro y, después de convencer al propio virrey para que lo apoyara, recorrió el virreinato para sumar el financiamiento de los ricos encomenderos y reclutar a los hombres más feroces y brutales que, pensaba, serían una garantía de triunfo: “Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. Una vistosa galería de canallas se destacaba sobre el horizonte de mediocridad de la soldadesca; alguien que observara desde afuera podía sentir que allí sólo había malvados y serviles; setenta años de crueldades y postergaciones resueltos en una tropa mercenaria casi sin sed de gloria y sin más ambición que la rapiña”. La Conquista produjo su propia clase de desheredados, que Francisco Pizarro se elevara desde las porquerizas de Extremadura hasta obtener el título de marqués y que un pobre de solemnidad como fue Hernán Cortés en Santo Domingo también recibiera un título nobiliario, fueron el colmo excepcional de una empresa que recompensó a muy pocos con bienes y honor. “En la cresta de la ola estaban los virreyes y los gobernadores, los funcionarios y los encomenderos, pero debajo se agitaba un oleaje de descontentos y de resentidos que no serían nunca dueños de los grandes tesoros; hombres más duros y audaces incluso que sus jefes, autorizados a todo por la ceguera de los clérigos, por la arbitrariedad de los oficiales y por la negligencia de la corona”.
Se reclutaron trescientos guerreros, una treintena de negros y quinientos indios; se acopiaron armas y alimentos, se compraron caballos y perros, se armaron 11 bergantines, pero Ursúa se demoraba en la casa de Inés de Atienza en Trujillo, “un palacio de grandes paredes de piedra, con arcos blancos y amplias escaleras”. Tanto tardó que solo dos embarcaciones no hicieron aguas en su estreno, y así como la humedad pudrió la madera de los navíos inmovilizados, de igual forma la larga espera corroyó la autoridad de Ursúa sobre aquella multitud expectante. Sobre todo entre los guerreros, para quienes ya no era capaz de comandar la expedición, adormecidas como estaban sus cualidades de jefe por los besos de la bella mestiza. No había tiempo ni recursos para construir nuevos barcos, de modo que hubo que abandonar caballos y perros y deshacerse de buena parte del equipamiento. La decisión no dejó a nadie contento y menos cuando vieron que una de las barcazas chatas y equilibradas en las que viajarían estaba destinada a Inés de Atienza, sus doncellas y sirvientes, y menos aún cuando llegaron los días del hambre y de la tienda donde Ursúa pasaba encerrado la mayor parte del tiempo continuaban saliendo los gemidos de su amante y el olor de ricos guisos.
“Alonso de Montoya alborotaba a los otros prisioneros, Juan Alonso de la Bandera no olvidaba su humillación, Fernando de Guzmán alentaba pensamientos secretos, Lorenzo de Salduendo sentía cada día más celos de Ursúa, Miguel Serrano de Cáceres detestaba el desorden de la expedición, Cristóbal Fernández y Diego de Torres se sentían continuamente ofendidos y maltratados, Alonso de Villena era amigo de Portillo, el clérigo (obligado a viajar), Martín Pérez sentía que había sido engañado y que había dejado el Perú, donde tenía buen porvenir, por enrolarse en una expedición que cada día era más confusa y más desorientada, y había que añadir a todo esto el trabajo persistente de Lope de Aguirre, que hacía crecer la vanidad de uno y el rencor de otro, el resentimiento del tercero y los celos del cuarto, la indignación de este y el desprecio de aquél”. Lo turbio no estaba solo en las aguas de la gran serpiente que cruza la selva, sino también en el espíritu de los conjurados que lo mataron una madrugada: diez fueron las espadas que se clavaron en su cuerpo. Inés y sus doncellas fueron asesinadas después, cuando Salduendo, quien se había convertido en su amante y protector, perdió el favor de Aguirre, el verdadero impulso secreto de aquella rebelión. “Nosotros seguimos todavía muchos meses bajo la locura tenebrosa de Aguirre, cada día más infame y más cruel, pero cuando por fin salimos al mar y torcimos el rumbo de nuevo hacia la isla de las perlas, comprobamos que apenas comenzaban sus crímenes, cosas que llenaron de espanto el litoral y los reinos, y de indignación y de alarma a la corte”.
La recreación literaria del conquistador Pedro de Ursúa basta para hacerse una idea de la conmoción que fue la Conquista, inicio de una síntesis asimétrica de diversas culturas y cosmovisiones que sería de una intensidad y profundidad tales que no hay otro ejemplo igual en la larga historia de las colonizaciones humanas, con el resultado conocido: América Latina (América Mestiza, mejor, en el parecer de Ospina).
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Variación sobre el sueño de los conquistadores
La trilogía de William Ospina sobre la Conquista termina donde 33 años antes comenzara una novela del escritor venezolano Miguel Otero Silva: la figura de Lope de Aguirre. Los capítulos finales de La serpiente sin ojos están llenos de referencias a este español, del que bastaba escuchar su nombre para que pueblos enteros huyeran a esconderse en los montes y cuya cabeza, tras su muerte en Barquisimeto, fue exhibida en una jaula, como si la decapitación resultara insuficiente en el caso de un demonio. En la historia quedó como “el tirano Aguirre”, pero no porque “fuera más malvado que otros, sino porque sus víctimas no fueron como siempre millares de indios sino decenas de españoles, porque sabiéndose condenado y perdido nada podía perder con rebelarse, y se atrevió a enviar una carta sacrílega a Felipe II, llamándose traidor, con orgullo, a sí mismo, pretendiéndose rey de las Indias, anunciando su propósito de volver al Perú a apoderarse del virreinato, y afirmando haberse convertido en la ira de Dios”, precisa Cristóbal, quien se excusa de narrar el resto del viaje por el Amazonas bajo el terror de Aguirre (“… otros la contarán y se sabrá que no fue más que la pequeña combustión de una tropa devorada por su propio miedo, incapaz de amar un mundo al que no podía entender”) y tampoco nos entera de los motivos de su rebelión. Por qué se consideraba la ira de Dios y por qué firmaba sus bandos como “Excelentísimo Señor Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad y del Reino de la Tierra Firme y de Chile”, lo sabemos por la novela de Otero Silva, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979).
Aguirre llegó a Cartagena de Indias en 1534, donde estuvo al servicio del gobernador Pedro de Heredia y sufrió su primera decepción: “Y héteme allí a este hervoroso y mínimo servidor de Vuestra Majestad enmudeciendo sus sueños de conquista; trastocado de guerrero en profanador de cementerios” para hurtar a los difuntos indios todo el oro que con ellos entierran sus parientes. Se fue a Castilla del Oro y participó en la insólita empresa del gobernador Francisco de Barrionuevo, que buscaba juntar las aguas de los mares de Colón y Balboa, hasta que una real cédula otorgada en Valladolid reconoció sus servicios y lo hizo parte de un regimiento en el Perú, donde también se encontró con las obsesiones que impulsaban la Conquista: la ciudad de oro, las vetas de plata… Fue parte de tres expediciones para encontrar estos tesoros y tres veces el resultado fue el mismo: el riesgo de la vida en los combates contra los indios, las manos vacías. Estuvo en las luchas de Pizarro contra Almagro, combatió a Gonzalo Pizarro cuando se autoproclamó rey del Perú, huyó a Nicaragua, pasó de nuevo por Panamá y Cartagena y, después de intentar varias veces sumarse a las fuerzas del prelado Don Pedro de la Gasea, investido imperial para derrotar al insolente extremeño y poner fin a las rebeliones contra la Corona en el Perú, regresó a Cuzco en 1548, donde estaban su casa, su esposa india y su adorada hija, Elvira. Ya no era Aguirre un soldado de la Conquista, sino un domador de caballos, como en su natal Oñate, y un comerciante que pretendía comprar mercancía de plata del Potosí y venderla en otras villas para regresar a Cuzco con bienes para su pequeña.
En catorce años, Aguirre había visto las crueldades inútiles contra indios vencidos, las luchas intestinas de los capitanes de la Conquista, los excesos de los delegados reales y las mercedes concedidas a unos pocos, incluso a quienes en su momento se levantaron contra la Corona, sin que simples soldados como él recibieran beneficio alguno por sus servicios y fidelidad a la causa del Rey. La tranquila decepción de Aguirre se disolvía en la paz de Cuzco hasta que, en su viaje al Potosí como humilde comerciante, los latigazos del alcalde Francisco de Esquivel lo llenaron del odio que dejaría un rastro de sangre desde el Amazonas hasta Barquisimeto: doscientos azotes se descargaron sobre el hidalgo vascongado y sargento valedor del Rey en muchas campañas, acusado de transgredir las ordenanzas que prohibían cargar a los indígenas con pesos excesivos. Después persiguió a Esquivel durante tres años y cuatro meses por cientos de leguas hasta darle muerte en el Cuzco. Pero no se agotó allí su rencor: “… no me basta tu muerte Francisco Esquivel, no eras tú solo quien golpeaba mis espaldas con el látigo, eran todos ellos en cuadrilla, los corregidores, los jueces, los alcaldes, los frailes, los encomenderos, se alternaban para azotar mi carne y burlarse de mis llagas, son los mismos que despojan sin misericordia a los indios, por faltas mínimas atormentan a los yanaconas del servicio con cepos y grillos, o los despachan a remotas comisiones para forzarles las mujeres en su ausencia, fabrican falsos testamentos, prenden fuego criminal a caseríos enteros, les cortan las narices y las manos a los infelices que imploran justicia”.
Así como los creyentes se acreditan un mejor destino para su alma pecadora con la manifestación oportuna del arrepentimiento, en aquellos tiempos violentos y de rápidas mutaciones de la Conquista al asesino, ladrón o traidor le bastaba unirse a las fuerzas realistas jurando lealtad a la Corona para esquivar la horca. Por esta contrición, que podía hacerse ante el mesón de reclutamiento pero también en medio del fragor de la batalla gritando ¡viva el Rey que hace mercedes!, Lope de Aguirre se vio absuelto de su crimen para luchar otra vez contra los desconocedores de la autoridad real y, finalmente, para enrolarse en la expedición de Pedro de Ursúa: “Ya que no puede el virrey marqués de Cañete ahorcar de un golpe a cuatro mil soldados españoles que andamos dando tumbos por el Perú sin ocupación y sin blanca, y como sabe de sobra que el hambre y la ociosidad son el origen de todas las rebeldías, pues nos ofrece entradas y descubrimientos hacia el Sur y hacia el Oriente, por en medio de selvas tenebrosas y ríos indómitos, que si hallamos la gloria será para el Rey y si hallamos la muerte será para nosotros (…) Yo no me emborrachó con estas fábulas (…) Pensamientos y razones hartos diferentes me arrastran a la jornada de Pedro de Ursúa...”.
Cuando ya era quien gobernaba la rebelión en el río tras la muerte de Ursúa, dijo a los sublevados: “Déjenme a mí hacer, que yo haré que el Perú sea señoriado y gobernado por marañones, y ninguno de todas vuestras mercedes ha de haber que en el Perú no sea capitán y mande a las demás gentes porque de nadie me tengo de fiar sino de vuestras mercedes. Ténganme buena amistad, que yo haré que salgan del Marañón otros godos y que gobiernen y señoreen en el Perú como los que gobernaron a España”.
¡Viva nuestro general y cabeza Lope de Aguirre!, gritaron los muchos sublevados sobre las aguas del Amazonas. ¡Viva Felipe II nuestro Rey y Señor!, gritaron los menos que llegaron bajo sus órdenes hasta Barquisimeto y allí le abandonaron. ¡Viva el Rey que es muerto el tirano!, gritó el último en salir de la casa donde yacía el cadáver decapitado de Aguirre y el cuerpo sin vida de Elvira, apuñalada tres veces por su propio padre.